"Bob parece más confuso últimamente", me cuenta su esposa Sandra, mi clienta de psicoterapia de 77 años. "Hay días que no parece recordar nada".
En los últimos meses había expresado preocupaciones similares varias veces y habíamos especulado lo que podría significar este olvido. Hoy le pregunto con delicadeza: "¿Has vuelto a pensar en hacerle pruebas de sus habilidades de pensamiento?".
Frunce ligeramente el ceño y dice: "Sé que debería, pero lo destrozaría que le diagnosticaran demencia por la enfermedad de Alzheimer".

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Les dolería a ambos, estoy seguro. Ella teme que el diagnóstico lo haga darse por vencido. Incluso la noción de pedirle que se someta a una evaluación neurológica o neuropsicológica desencadena sus sentimientos de culpabilidad. Su instinto es proteger a Bob, no confrontarlo con la situación. Sabe que también se está protegiendo a sí misma de lo que sería una noticia devastadora y un giro drástico en sus vidas. No obstante, aún se preocupa.
Los cónyuges y los hijos adultos siempre han tenido dificultades para saber qué hacer en estas situaciones. ¿Deberían solicitar una evaluación y esperar que sus preocupaciones sobre los lapsos de memoria de un familiar sean infundadas o que los lapsos se deban a alguna causa rectificable, por ejemplo, a una interacción de medicamentos o a un desequilibrio hormonal? El riesgo, por supuesto, es recibir el duro golpe de un diagnóstico de demencia. ¿O deben ignorar las cada vez más frecuentes "lagunas mentales"? Se correría el riesgo de ignorar una crisis familiar inminente.