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El problema subyacente de ser cuidador: el miedo

Aprende técnicas terapéuticas para ayudar a detener los pensamientos desenfrenados y recuperar el control.


spinner image Un cuidador toma de la mano a una anciana.
GETTY IMAGES

Siempre recurría a Peter* cuando se trataba de cualquier cosa relacionada con el cuidado del jardín durante el verano. Él es uno de mis parientes favoritos de entre los miembros de la familia extensa que vacacionan en el mismo lago en el norte del estado de Nueva York cada verano. Él y yo tenemos un lenguaje compartido de compostaje y plantación de bulbos, suplementos para el suelo y tubérculos de dalia que mataría de aburrimiento a la mayoría de las personas. Este verano, me di cuenta de que se movía con más lentitud. Esa agilidad de siempre al caminar por la playa había sido reemplazada por una repentina pesadez en su forma de andar. 

Poco después, su esposa Anne Marie* me preguntó si podíamos hablar. Me confesó su historia, llena de preocupación y ansiedad por su esposo. Una infección de COVID lo había dejado con síntomas prolongados que se habían transformado en un increíble dolor articular. Había pasado de caminar a diario a quejarse en voz alta cada vez que se levantaba de una silla.  Según un diagnóstico reciente, padecía de artritis psoriásica, una enfermedad que yo recordaba vagamente de los anuncios de televisión que se transmitían durante las noticias por las noches. 

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“Tiene tanto dolor”, dijo Anne Marie con los ojos llenos de lágrimas. “No sé qué hacer. Están tratando de encontrar la combinación adecuada de medicamentos, pero podría tomar meses. Algunos días, lo ayudo a levantarse de la cama por la mañana”. 

La vida cambia en un instante

Al llegar a casa y estacionar el auto una semana después, entró una llamada de Anne Marie a mi teléfono. Habían regresado del lago a su casa en el Medio Oeste, y me había enterado de que los síntomas de Peter habían empeorado. “¿Puedo desahogarme contigo por un momento?”, preguntó ella. Supuse que quería hablar conmigo debido a la reciente lesión isquiotibial de mi esposo. Había andado en muletas durante seis semanas, y su ánimo normalmente alegre estaba por el piso en vísperas de la boda de nuestra hija mayor. En una ocasión, en un momento de franqueza espontánea, le había confiado a mi pariente lo difícil que era vivir con alguien con dolor, deprimido y enojado, incapaz de hacer ciertas actividades cotidianas. 

“Peter se ha convertido en un hombre de 80 años ante mis ojos”, dijo Anne Marie. “Y le tengo miedo al futuro. ¿Cómo afrontaste eso?”. Ya no tenían hijos en casa, estaban cerca de la edad de jubilación y ya habían empezado a soñar con el próximo período de su vida: viajes, tiempo con los nietos y una sensación de libertad e independencia.

Inesperadamente, sus horizontes habían pasado de cielos despejados a un callejón estrecho. Pero más que preocuparse por el dolor físico de su esposo, a Anne Marie le estaba costando trabajo superar sus propios temores diarios sobre el futuro de ambos. Quería ser fuerte y estar presente para su esposo, pero también quería salir de ese barranco de tristeza que podría tragarse a los dos. 

“No imaginé que sería su cuidadora a los sesentaitantos años”, dijo llorando. “Sabía que era un papel que uno de nosotros podría tener que asumir dentro de una década o después, pero todo esto se siente tan aterrador. Lo más difícil es el no saber”.

Falta de control

Sus palabras me transportaron a un momento anterior de mi vida en el que el miedo y la ansiedad se incrustaron en mi garganta como una piedra. Cuando pensaba en la trayectoria de mi propia vida y matrimonio, imaginaba que durante las distintas décadas mi esposo y yo tendríamos desafíos y triunfos, alegrías y sufrimientos que llegarían como pequeñas lluvias de asteroides.  

Incluso había imaginado que sería viuda antes de ser cuidadora. Mi esposo era corresponsal de guerra, por lo que me habían advertido que algún día podría recibir una llamada telefónica con noticias devastadoras. Por tonto que parezca, no había considerado una lesión; el hecho de que el trauma dejaría su huella en mí y me haría estar constantemente alerta y a menudo centrada en cosas fuera de mi control. Antes de la lesión cerebral traumática de mi esposo causada por una bomba al borde de una carretera en Irak, era muy consciente de las estadísticas y del hecho de que más tarde en la vida uno de nosotros podría terminar cuidando del otro.  Y sí, siempre supuse que la cuidadora sería yo.  Sin embargo, no había pensado que eso pudiera suceder antes de cumplir los 50 años. Y ahora una pariente de sesentaitantos años estaba luchando con la misma incredulidad y miedo que yo había sentido.  

Los cuidadores son conocidos por su estoicismo. Obtienen puntos por poder “animarse y aguantarse” en nuestra cultura. Al menos así se puede sentir. El cuidado a veces se describe como “un deber” y “lo que haces por un ser querido”. Se nos dice que “nos pongamos primero nuestra propia máscara de oxígeno” o que “cuidemos de nosotros mismos”, dos versiones de la misma frase que hacen que la mayoría de los cuidadores que conozco quieran lanzar un objeto contundente a quienes dan ese consejo. 

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Ya sea que se encuentren en una situación a corto plazo por una enfermedad o una lesión, o que cuiden de alguien que está en una situación en la que corre peligro su vida o que necesita atención terminal, a los cuidadores se les pide que sean porristas. Pero también se espera que seamos el mariscal de campo y que aliviemos los temores, el dolor o las preocupaciones de nuestro ser querido y que ayudemos a mantenerlo tranquilo y positivo.

Pero el único tema del que no escucho mucho hablar, algo sobre lo que nosotros los cuidadores necesitamos ser más honestos, es el tema del miedo. Para mí, la mayor parte del miedo se debió a la falta de control que uno tiene con respecto a cualquier enfermedad o resultado. Recuerdo el temor que sentía de perderme a mí misma, al ver que las bolsas debajo de mis ojos oscurecían cada vez más. La pérdida del cabello, la ansiedad, el reflujo ácido, la falta de sueño son solo algunos de los efectos secundarios que experimenté. Ser cuidadora me envejeció, por dentro y por fuera. Y ahora estaba viendo a una querida pariente pasar por algo similar. Un esposo feliz que siempre reía y bromeaba se había convertido en una versión sombría, quejumbrosa y esquelética de sí mismo. Su esposa, una influencia calmante y estable, se convirtió en una persona atemorizada que llevaba la preocupación grabada en la frente. “¿Podremos en algún momento vivir esos años dorados de los que todos hablan?”, me preguntó. 

Al pensar en lo que había funcionado para mí, traté de compartir mis mejores consejos. Duerme cuando puedas, come bien, escucha a tu cuerpo, no bebas alcohol, mantente hidratado y reduce tu mundo. Para mí, eso significaba no adelantarme demasiado cuando trataba de imaginar el futuro. 

Hacía cosas pequeñas en esos días difíciles. Me concentraba en objetos o actividades que me traían belleza y calma: ramos de flores, fotos de seres queridos y comunicación con amigos con quienes podía desahogarme sin ser juzgada. Pero el miedo —el miedo al futuro, el miedo a perder a mi esposo, a perderme a mí misma— era mi posición predeterminada cada vez que me encontraba sola con mis pensamientos.

Hacer frente a la incertidumbre

Augustina Rueda, trabajadora social clínica y terapeuta licenciada de la ciudad de Nueva York, trabaja con clientes que experimentan miedo y ansiedad. Ella explica que estos pensamientos desenfrenados sacan a los cuidadores del presente y los arrojan a la incertidumbre del futuro, por lo que necesitamos separar nuestros sentimientos de lo que ella llama “la mente discursiva”.

“Nuestros cuerpos nos envían mensajes”, dice Rueda, “y es importante prestarles atención. A medida que nuestra mente se llena de pensamientos sobre el futuro, nos aleja del momento presente y nos desconecta de nosotros mismos y de los demás”.

Esos sentimientos y emociones que también nos hacen sentir físicamente impotentes terminan en áreas como los hombros, la mandíbula e incluso la digestión. “En esos momentos, es útil tener curiosidad sobre el cuerpo y prestar atención al lugar en donde aterriza el miedo”, explica Rueda. “El trabajo es recordarnos que debemos estar presentes en ‘lo que es’ y no pensar en ‘lo que podría ser’”, dice.   

Ejercicios de afianzamiento para los cuidadores

Rueda ofrece un proceso simple, basado en nuestros cinco sentidos, que puede ayudar a los cuidadores a alejarse del miedo cuando trata de emboscarlos. Comienza con la observación del área física donde estás, idealmente afuera, en la naturaleza:

  • Localiza cinco cosas que puedas VER
  • Encuentra cuatro cosas que puedas TOCAR
  • Ubica tres cosas que puedas ESCUCHAR
  • Encuentra dos cosas que puedas OLER
  • Localiza una cosa que puedas PROBAR

Esta práctica simple lleva la mente a la realidad del mundo, a “lo que es”. También permite que los cuidadores se relajen lo suficiente para respirar, y la respiración profunda —mediante la cual se obtiene más oxígeno— es una de las mejores maneras de calmar el sistema nervioso y hacer frente a lo que tenemos delante.

Lo que aprendí fue lo importante que es tener un plan B. Cuando los cuidadores pueden identificar lo que les causa temor y analizar ese miedo, también pueden recuperar cierto control sobre el futuro. Es posible que el miedo siempre sea parte de la tarea del cuidador, pero tener las herramientas necesarias para luchar contra él es solo una manera más en la que los cuidadores pueden cuidar de sí mismos. 

*Se han suprimido los verdaderos nombres para proteger la privacidad

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