Vida Sana
Mi madre había estado pensando en el final de su propia vida desde siempre. Se había ocupado del cuidado de sus padres durante sus largas y angustiosas etapas finales, uno con cáncer y el otro con la enfermedad de Parkinson. Haberse ocupado del cuidado con tanto esmero la hizo decidir que no quería acabar como sus padres. Su actitud fue casi combativa en cuanto a “no ser una carga” para sus tres hijas al final de su vida.
Hace diecisiete años, tan solo un mes antes de que mi marido resultara gravemente herido por una bomba al borde de una carretera en Irak, mis padres regresaron a la costa este. La enfermedad de Alzheimer de mi padre avanzaba y ellos querían estar más cerca de sus tres hijas, una de las cuales vivía cerca de Boston. Eligieron un apartamento en la sección independiente de un centro para adultos mayores en Concord, Massachusetts, que podía hacer frente a la progresión de la enfermedad de mi padre. Quedaba a 20 minutos de la menor de las hijas.
¡ÚLTIMA OPORTUNIDAD! - Únete a AARP a precios del 2024; las tarifas aumentan en el 2025.
Obtén acceso inmediato a productos exclusivos para socios y cientos de descuentos, una segunda membresía gratis y una suscripción a AARP The Magazine.
Únete a AARP
Durante los años siguientes, fueron muy cuidadosos con todas las decisiones y los documentos necesarios, al expresar sus deseos y demás. Al final de su vida, mi madre había eliminado voluntariamente muchas de sus pertenencias, y dejó muy pocas para que las ordenáramos o dividiéramos. Incluso en aquel momento nos estaba cuidando.
Encontramos una lista con sus himnos y canciones favoritos, sus poemas y escritos más preciados que podríamos utilizar en una ceremonia, aunque ella solía decir que la mayoría de sus amigos ya no estaban. “Solo esparce mis cenizas con tu padre”, nos dijo. Ella misma había investigado sobre el crematorio más económico cuando él murió en el 2015, y guardaba toda la información en sus archivos para cuando ella muriera.
El impacto del aislamiento por la COVID-19
Durante el último año, ya había algunos indicios de que comenzaba a decaer. Tenía 89 años y había empezado a comentar que su memoria fluctuaba y que el aislamiento a causa de la COVID-19 y la falta de contacto social la habían debilitado enormemente. Se quejaba de incontinencia y otras indigencias físicas. Tenía miedo de caerse y acabar en un hospital donde perdería la autonomía para tomar decisiones.
A fines de diciembre, ya pasaba gran parte del día en su silla, y por todo el apartamento tenía pequeños papeles con recordatorios que había escrito con su letra pequeña y apretada. Uno que encontré junto a la puerta del dormitorio decía: “¡Levántate; hoy viene Lee!”. Mi madre siempre había sido así; hacía listas constantemente, pero parecía que las notas no eran tanto recordatorios ocasionales, sino que estaban motivadas por el miedo a olvidarse por completo.
¿No vimos las señales de advertencia que deberíamos haber visto? Cuando la visitaba, ella era muy hábil para ocultar cosas. Teníamos conversaciones maravillosas sobre libros, recuerdos, filosofía o historia. ¿Tomaba su medicación? ¿Comía? Había dejado de utilizar la cocina y luego el microondas. Más adelante nos enteraríamos de que prácticamente había dejado de comer, por voluntad propia. ¿Pero era también porque ya no podía ocuparse de la tarea cotidiana de alimentarse? Hacía años que tenía tinnitus y ya no podía disfrutar de la música que le gustaba. Ahora sus queridos libros permanecían casi intactos, ya que la lectura se había convertido en algo difícil. Aun así, esto era muy distinto del lento proceso de perder a un padre a causa de la enfermedad de Alzheimer. Esto parecía rápido y confuso, como si apenas estuviéramos un paso más adelante de su declive.