Vida Sana
Hasta el momento en que se reveló el cáncer cerebral de mi padre, él parecía estar perfectamente bien. Abogado, padre y esposo devoto y exatleta universitario, pasó sus días argumentando casos en el tribunal, jugando béisbol conmigo y con mi hermano menor y nadando en una piscina de la YMCA. Luego, una noche de otoño, cuando yo tenía 14 años, se dirigió a un vecino que visitaba nuestra casa para comentarle algo sobre un programa de televisión y lo que salió de su boca fue inentendible, fragmentos de palabras y sonidos inesperados que no tenían sentido. Las células cancerosas se habían infiltrado en el centro del lenguaje en su cerebro. En un instante, había perdido la capacidad de hablar de manera inteligible.
Su vida y la de mi familia cambiaron de repente. Mi padre ya no podía trabajar y pronto tuvo problemas de visión y de movilidad a medida que se propagaba su cáncer cerebral. El resto de nosotros nos convertimos en sus cuidadores. Mis abuelos cuidaban a mi padre durante el día porque mi madre, que había sido ama de casa, tenía que conseguir un trabajo para sustentarnos. Yo regresaba a casa de la escuela secundaria todos los días para relevar a mis abuelos y acompañar a mi padre hasta que mi madre regresara del trabajo. Lo que se sentía en nuestro hogar pasó de ser conmoción, al principio, a un estoicismo sombrío a medida que mi padre se deterioraba y, finalmente, al duelo. Dentro de un año, mi padre falleció.
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Cuidar de alguien con demencia, la forma más común de prestar cuidados, es diferente a esto. Esa terrible enfermedad ataca a las familias, progresa lentamente y permite que los familiares tengan tiempo para comprender la nueva realidad y adaptarse. Pero otras enfermedades devastadoras, como los ataques cardíacos, los derrames cerebrales, las lesiones de la médula espinal y los diagnósticos terminales de cáncer, atacan repentinamente, y a menudo transforman a los familiares promedio en cuidadores de la noche a la mañana.
Las cosas al principio se sienten fuera de control para estos nuevos cuidadores familiares. Se esfuerzan por entender lo que le ha pasado a su ser querido y las causas, y se cuestionan si la vida puede volver a ser igual que antes. Incluso cuando intentan encontrar estabilidad en este nuevo terreno, probando nuevas habilidades y papeles, no pueden evitar preguntarse con tristeza: “Si una catástrofe médica ya ha afectado a nuestra familia, ¿podría volver a suceder de repente? ¿Otro derrame cerebral o ataque cardíaco? ¿Más pérdida?”.
La plegaria de la serenidad nos dice que aceptemos las cosas que no podemos cambiar. Ese fue un buen consejo, aunque doloroso, que me ayudó a mí y a mi familia durante el peor momento de nuestras vidas. Pero incluso a medida que aceptamos el cambio, hay pasos que los cuidadores repentinos pueden tomar para comenzar a manejarlo, sobrellevarlo y recuperar cierto sentido de control. Aquí ofrezco algunas sugerencias:
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