
Jeff Bridges apoya un pie en el escritorio. Un pie musculoso, envuelto en una moderna sandalia de goma. Un pie bien cuidado, sin duda. Él es sorprendentemente delgado, de una palidez natural, y está iluminado por la luz del sol que entra por la ventana al caer la tarde. Ahí está. El pie de Jeff Bridges. Hasta su pie es genial. Solo un comentario.
Acaba de hacer ejercicio, y su tupido cabello gris está mojado y peinado hacia atrás. Bridges tiene barba y lentes, está bronceado y luce muy arreglado con una camisa gris abierta que parece haber olvidado de abotonar. Y no es que pone los pies descalzos sobre el escritorio con las manos detrás de la cabeza en una pose fingida que dice “qué buena vida”. Es solo un pie. Habíamos estado conversando sobre los planos generales de su serie de televisión The Old Man (FX), en la que su personaje epónimo, un asesino de la CIA supuestamente infame, se presenta al público sin ningún indicio de intriga ni tensión internacional. En cambio, el programa comienza con Bridges sentado en la oscuridad al borde de una cama, lamentándose y suspirando ante la idea de levantarse una y otra vez para orinar. Un reloj de cabecera señala con indiferencia los intervalos cada vez más breves en los que le puede dormir: 1:15, 3:03, 5:42, 6:32 a.m. Más tarde, esa misma mañana y en la misma cama, empieza a hacer el doloroso esfuerzo de ponerse calcetines en los pies avejentados. Al fin y al cabo, interpreta al personaje del título, el viejo.

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“¿No detestas ponerte calcetines?”, pregunta Bridges, y es entonces cuando —¡sorpresa!— levanta el pie con la sandalia: “¿Ves?”, dice. “¡Es por esto por lo que no uso calcetines!”. Luego comenta las ventajas de las sandalias, y claramente piensa que pueden servirle a alguien. “¡Mira esto, amigo! ¡Son para la recuperación de los pies! No sé si alguno de los lectores tendrá neuroma de Morton; es algo nervioso. Este es el único calzado que puedo usar”. Se ríe, algo entusiasmado y muy contento de tener el calzado adecuado. “¡Son fantásticas, amigo!”.
Al igual que los personajes que a veces interpreta, Jeff Bridges habla entre comas, puntúa el aire con signos de exclamación y termina la mayoría de sus frases con un alentador “¿sabes?” o “amigo”. Desde la casa de Santa Bárbara (California) que desde hace 46 años comparte con su esposa, Susan Geston, Bridges me cuenta historias, gesticula, expone ideas (filosofía, amor, política) por partes, se ríe con soltura y se emociona en la misma frase, que inevitablemente se quiebra. Bridges es muy locuaz. Expresa sus ideas sin rodeos: lo que aprendió en su camino, los bajones de la quimioterapia, las noches en vela por la COVID-19, y sus consejos sobre la importancia de hacer arte, los libros que debemos leer, la mejor música para bailar y cualquier otra cosa que pueda ayudar a su interlocutor. Como me dijo Amy Brenneman, una de sus coprotagonistas en The Old Man: “En muchos sentidos, el trabajo es solo una interrupción de una conversación más larga para Jeff”.
En parte, estamos aquí para hablar de su vida y del trabajo que sigue haciendo a los 73 años. Por eso le pregunto sobre la sencilla frase del título de The Old Man (El viejo), que no alude al oscuro trasfondo de la historia militar moderna, la intriga política, los graves combates, las persecuciones en automóvil y, bueno, la crianza de los hijos, que constituye el eje de la historia. ¿Es una especie de disfraz? ¿O un insulto? ¿Eres realmente el viejo de la historia? Bridges carraspea. “Ahora tengo 73 años, así que supongo que reúno los requisitos”, responde. Frunce los labios y entrecierra los ojos. “Resulta que en la serie somos un grupo de vejestorios: yo, John Lithgow [77]... y Joel Grey [91], que nos gana a todos”. Bridges continúa con una mirada inquisitiva. “Nosotros, de todos modos, si tenemos suerte, todos somos viejos, finalmente”. Si pudiera decirse realmente alguna vez que Jeff Bridges hace una pausa en medio de una de sus narraciones, quizá este sea ese preciso momento. Se queda callado y —así sin más— ya no narra, no está plasmando imágenes como el aclamado fotógrafo en que se convirtió mientras ganaba premios por su labor de actor; no está improvisando como el talentoso músico que ha demostrado ser, en el cine y en la vida real.
Jeff Bridges pondera su última palabra: “finalmente”. Es una palabra tangible, una palabra con consecuencia, una palabra llena de fuerza para él, un hombre mayor que se acerca al final. Esto se debe a que, al principio de la producción de The Old Man, enfermó primero de cáncer —que se detectó en una fase muy avanzada— y después sufrió un episodio casi mortal de COVID-19. Sin embargo, y sin duda, muy pronto comenzará a hablar de todo eso. Enfermó y se acercó a la muerte. Pero resulta que Jeff Bridges se preparó para seguir viviendo, incluso cuando se avecinaba la posibilidad de su fin.

Todo comenzó después de que el elenco y el equipo de The Old Man tomaran un descanso para atenerse a las restricciones impuestas por la pandemia en marzo del 2020. “Durante ese descanso”, recuerda Bridges, “estaba haciendo unos ejercicios en el suelo y sentí algo que parecía un hueso en el estómago. Me pareció raro, pero no me dolía ni nada. Le pregunté a Sue qué opinaba. Me respondió: ‘No lo sé, pero debes hacértelo examinar’”.
Queda claro que está creando un relato con moraleja sobre nuestra tendencia de postergar las consultas médicas: “En aquel momento, me dije: ‘No me duele. No quiero ir al médico’”. En cambio, se fue de viaje a Montana con su esposa. “Estoy haciendo senderismo y me siento muy bien. Tengo mucha comezón en las pantorrillas y pienso: ‘Oh, seguro que tengo la piel seca’. Luego tenía sudores nocturnos, pero pensé que era por las calurosas noches de verano. Pero resultó que eran síntomas de linfoma”.
Al regresar a casa, en la consulta médica que había postergado, le informaron que tenía una gran masa en el estómago. “Estaba haciendo unas escenas de lucha para el primer episodio de The Old Man y no sabía que tenía un tumor de 9 por 12 pulgadas en el cuerpo”. Repite esas medidas varias veces durante nuestra conversación. Parece asombrarse. Se frota el centro del pecho. “Uno pensaría que eso habría dolido o algo, cuando me golpeaban y eso”, comenta. “Pero no fue así”.
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