Vida Sana
Es cierto que en algunas personas el cerebro está genéticamente programado para disfrutar de las emociones y el riesgo. Hace unas décadas incluso surgió una frase popular para describirlas: personalidades de tipo T. Sin embargo, el miedo no es la emoción favorita de casi nadie. Eso no significa que no valoremos su función para protegernos contra las amenazas. Las palpitaciones y la respiración acelerada que acompañan el miedo son importantes para la respuesta de “lucha o huida” del organismo, que nos ayuda a actuar con rapidez ante una crisis y, en el mejor de los casos, a volver a una vida cotidiana sin miedo.
La ansiedad, que se define mejor como la preocupación por una posible amenaza, también puede ser protectora. “La ansiedad es una emoción humana normal”, señala el Dr. Robert Hudak, profesor adjunto de Psiquiatría de la Universidad de Pittsburgh. “Si no tuvieras ansiedad, no te abrocharías el cinturón de seguridad cuando vas al trabajo por la mañana. Tampoco mirarías a ambos lados antes de cruzar la calle”.
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La ansiedad puede convertirse en un problema cuando “el miedo no es proporcional a la amenaza real”, según Danielle Cooper, profesora adjunta de Psiquiatría Clínica en el Centro para el Tratamiento y Estudio de la Ansiedad de la Universidad de Pensilvania. Cuando una persona siente ansiedad continuamente fuera de lo razonable y ello interfiere en su vida normal, los médicos suelen diagnosticarlo como trastorno de ansiedad. Los síntomas incluyen una sensación generalizada de angustia y síntomas fisiológicos como tensión muscular, taquicardia, insomnio, malestar estomacal y dificultad para respirar. En el trastorno de ansiedad, “el sistema nervioso reacciona como si hubiera una amenaza en el entorno, cuando en realidad no existe o es insignificante”, explica Hudak.
El aspecto positivo de los trastornos de ansiedad es que se pueden tratar en cualquier etapa de la vida.
Factores de riesgo y desencadenantes
Los trastornos de ansiedad pueden afectarnos a todos en cualquier momento de la vida, pero hay factores predisponentes, como antecedentes familiares de ansiedad, ciertos rasgos de personalidad, situaciones estresantes de la vida y aislamiento social. Según el Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH), las mujeres tienen más probabilidades que los hombres de padecer un trastorno de ansiedad.
Corina Laudate, trabajadora social clínica del McLean Hospital en Belmont, Massachusetts, suele observar entre sus clientes mayores una “experiencia acumulativa de pérdida y cambio” en el origen de la ansiedad. “Puede tratarse de una serie de circunstancias que se han producido durante toda la vida”, dice, o de una serie de situaciones más recientes, como enfermedades consecutivas o la pérdida de un cónyuge.
Los cambios en la salud que se producen con la edad también pueden provocar ansiedad. Por ejemplo, las personas que tienen problemas de audición pueden empezar a preocuparse por no poder participar en las conversaciones. En efecto, las investigaciones demuestran que los adultos mayores que padecen pérdida auditiva tienen más probabilidades de sufrir ansiedad. La pérdida de funcionalidad física, o de la capacidad de moverse con facilidad, es otro desencadenante habitual, indica el Dr. Ramaswamy Viswanathan, psiquiatra y presidente electo de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. La pérdida de fuerza muscular puede provocar miedo a caerse, lo que puede hacernos mover menos y tener más miedo a caer, y así sucesivamente en una espiral descendente. La preocupación por la falta de medios económicos y la pérdida de independencia también puede afectar a los adultos mayores.
Tener más tiempo libre puede dar lugar a que surjan preocupaciones que llevamos mucho tiempo guardadas. “Cuando uno está ocupado, [esas preocupaciones] pueden no estar tan presentes en la mente”, señala Cooper. Pero cuando uno se jubila o se libera de otras preocupaciones, los problemas que se evitaban pueden volver a aparecer y producir ansiedad.
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