Reseña: El Cuaderno de Maya

La abuela era “ruda” pero Popo era un “caramelo,” el sol de la vida de Maya. Cuando ese sol se  apaga, Maya, a punto de cumplir 16 años, se siente perdida. Se tatúa la fecha de su muerte en la muñeca izquierda, fecha en que, como dice su personaje en el libro, la “familia se deshizo en migajas.”

“Mi Nini estaba tan aislada en su duelo, que vivíamos bajo el mismo techo y ella no me veía”, cuenta el personaje de Maya, que en espacio de tres meses pasa de ser una excelente estudiante y atleta para convertirse en una delincuente juvenil que fuma marihuana, roba, saca malas notas y se duerme en clase.

Todo esto ocurre en las primeras 96 páginas del libro, que tiene una perturbadora portada ilustrada por la artista española Ana Juan. El resto de las 443 páginas son dedicadas al descenso de Maya al infierno y a los intentos desesperados de su abuela, ya despierta de su letargo emocional, por salvarla. La novela ha sido descrita como policiaca, pero más bien parecería un manual de ayuda para las familias: cuidado con los adolescentes, que en un abrir y cerrar de ojos se pierden y los perdemos.

Allende, que vive en California, ha dicho que el mundo de las drogas lo ha vivido muy de cerca con los tres hijos de su esposo. Tal vez este libro, contrario a los otros de Allende, se siente menos mágico y más real porque lo que cuenta lo vemos a diario en las noticias y porque la imaginación de la escritora, siempre tan fértil y sorprendente, en este caso estaba bañada de una realidad muy cruel y cercana. La hija del esposo de Allende murió de una sobredosis.

El Cuaderno de Maya no es un libro para relajarse ni para leer antes de irse a la cama. En algunos capítulos la angustia se apodera de las páginas como el picante en la comida barata mexicana: apenas deja espacio para los otros sabores, los otros sentimientos, los misterios de la vida. Pero en los capítulos de Chile, esa tierra mítica que Allende tan bien comprende y traduce para los no iniciados, la magia de la escritora encuentra su lugar. Y es en esos lugares, remotos y misteriosos, donde el alma del lector, como la de Maya, pueda encontrar respiro y refugio.