Vida Sana
En medio de todas las noticias en Estados Unidos sobre quienes apoyan económicamente a sus hijos adultos, es fácil pasar por alto que millones de personas de mediana edad les dan dinero a sus padres. En una nueva encuesta de AARP Research entre adultos de 40 a 64 años, se demostró lo generalizado —y estresante— que puede ser este tipo de ayuda.
Mis padres siempre habían ahorrado cuidadosamente. Con dos sueldos modestos, se las arreglaron para comprar una casa, mandar a sus tres hijas a la universidad y juntar bastantes ahorros para la jubilación.
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Pero después de jubilarse, hicieron algo muy poco característico para ellos, aunque con buenas intenciones: invirtieron casi todos sus ahorros en el nuevo negocio de mi hermana menor, una guardería. Cuando la guardería se cerró definitivamente un año después, hace unos tres años, mis padres habían perdido todo.
Al principio, mi padre pudo pagar su hipoteca con su pensión de la cadena de tiendas donde trabajó como gerente durante 30 años (mi madre trabajó en recursos humanos). Ambos tenían 70 y tantos años, y ya recibían los beneficios del Seguro Social. Pero, aunque vivían con frugalidad, sus deudas comenzaron a acumularse y el banco les advirtió que iba a embargar la casa donde habían vivido durante décadas por falta de pago.
Mi hermana menor también estaba muy endeudada debido a su negocio. Mi segunda hermana es una enfermera escolar (sin más comentarios) y tiene tres hijos y un esposo que siempre anda desempleado. Yo era la única que quedaba. Mi esposo es editor de películas y yo soy escritora. Aunque no ganamos mucho dinero, siempre habíamos podido ganarnos la vida y sostener a nuestra hija.
Dado que yo era la única en la familia con un historial de crédito aceptable, cuando mis padres se vieron obligados a vender su hogar, pedí un préstamo de $50,000 para la cuota inicial y les compré una casa más pequeña. Mi esposo dijo que era lo que se debe hacer. Pero al firmar el contrato del préstamo, sentí náuseas.
Cuando compré la casa, mi padre dijo que él pagaría la hipoteca con su pensión. Por supuesto, yo todavía tenía que reintegrar la cuota inicial. Papá consideraba que su nueva casa era una inversión que yo volvería a recibir cuando ellos fallecieran.
Sin embargo, resultó que mis padres todavía estaban tan cortos de dinero que, a decir verdad, no podían pagar la hipoteca. Durante el primer año, giré los cheques, como buena hija. Pensé que solo necesitaría trabajar más duro, que solo se trataba de dinero y que podía ganar más. Empecé a escribir artículos sin parar, los siete días de la semana. Tenía mi propia hipoteca que pagar, además del cuidado de mi hija y altas primas de seguros de salud (como trabajadores independientes, mi esposo y yo debemos pagar por nuestro propio seguro).
Luego, una tarde, papá me llamó y dijo que su automóvil ya no funcionaba. Se me formó un nudo en el estómago. En la zona donde ellos vivían, no había casi ningún transporte público ni servicios de transporte en vehículos privados. Después de debatirlo un poco, mi esposo y yo decidimos darles nuestro automóvil, que habíamos comprado al contado, y arrendar otro. ¿Qué podía hacer? Ellos necesitaban desplazarse.
Arruinarse
Cuando recuerdo esa época, siempre pienso en lo que dijo uno de los personajes de Fiesta de Hemingway cuando le preguntaron cómo se arruinó: “Hay dos formas”, dijo. “Poco a poco y de repente”. Eso fue lo que nos pasó. Porque también teníamos que hacer los pagos del auto, empecé a pagar otras cuentas con tarjetas de crédito. Comencé a despertarme todos los días a las 3 a.m. y a pensar en mi situación financiera por horas. El cabello se me comenzó a caer a mechones. Pero no compartí mis preocupaciones con mis padres porque temía que esto afectara su salud, la cual, en especial la de papá, había comenzado a deteriorarse.
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