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Adultos mayores que lograron sobrevivir la COVID-19

Cuatro adultos, entre 70 y 90 años, cuentan cómo sobrevivieron un caso grave del virus mortal.


spinner image Judith Hunt, Georgene Stephen con su esposo Gerry, Ronald Hill y Paul Levine
Desde arriba a la izquierda, en el sentido de las agujas del reloj: Judith Hunt, Georgene Stephens (con su esposo Gerry), Ronald Hill y Paul Levine

| La COVID-19 puede ser peligrosa para cualquiera. Sin embargo, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) indican que el 80% de las muertes que causa se han producido en personas mayores de 65 años, y los adultos mayores también tienen más probabilidades de requerir hospitalización y posiblemente ser conectados a un respirador artificial. No obstante, los motivos por los que algunos adultos mayores se enferman de gravedad y otros no es aún un misterio, señala la Dra. Linda DeCherrie, profesora de geriatría y medicina paliativa en el Mount Sinai Hospital de la ciudad de Nueva York. “Si bien sabemos que quienes tienen problemas cardíacos y pulmonares subyacentes (como enfermedades pulmonares, asma o alta presión arterial) tienen un mayor riesgo de sufrir complicaciones, todavía hay mucho que recién estamos comenzando a descubrir sobre la enfermedad”, advierte. A continuación, cuatro hombres y mujeres mayores de 70 años comparten cómo sobrevivieron un caso grave de esta enfermedad causada por el nuevo coronavirus.

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Paul Levine, 86 años, ciudad de Nueva York

“Dos meses después, todavía me cuesta respirar cuando me pongo de pie”.

A mediados de marzo comencé a sentir una fatiga intensa y dificultad para respirar, pero lo primero que temí no fue haber contraído COVID-19 sino tener una recaída de leucemia linfocítica crónica, un cáncer de la sangre que había superado con tratamiento en el 2006. Pero cuando llamé a mi oncólogo, me hizo una pregunta extraña: ¿qué sabor tenía mi comida? Cuando le dije que todo tenía un sabor horrible, me dijo que fuera al hospital. Mi hijo me llevó al Mount Sinai West en la ciudad de Nueva York, donde recibí un resultado positivo de COVID-19.

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CORTESÍA DE PAUL LEVINE

No recuerdo mucho después de que me internaron. Sé que tenía mucha fiebre y que estaba incoherente. Un par de días después, la temperatura bajó y me enviaron a casa. Tres días después, me caí en el baño y estaba tan débil que no me pude levantar. Mi esposa, Sondra, llamó al 911 y la ambulancia me llevó a Mount Sinai East, donde me dieron oxígeno y líquidos por vía intravenosa.

Fue raro. Al tener diabetes y ser un sobreviviente de cáncer de 86 años, antes de la llegada del virus la muerte ya era algo que siempre tenía presente. Casi un año antes había preparado un testamento y otros documentos de planificación patrimonial, y me seguía preguntando si lo habría hecho bien porque no quería dejarle problemas a nadie. Cuando tuve COVID-19, realmente sentí que quería morir. No dormía y no quería comer. Todo lo que quería hacer era ir a casa y estar con Sondra. Ella llamaba varias veces por día, pero yo estaba tan desconectado de todo que ni siquiera recuerdo haber hablado con ella.

Después de dos semanas cuando me dieron de alta del hospital, pesaba 127 libras. El Mount Sinai tiene un programa de enfermería a domicilio, así que enviaban a alguien para que me visitara tres veces por semana. Sondra me preparaba todas mis comidas favoritas, como sopa de champiñones y cebada y costillas de res, pero me llevó bastante tiempo recuperar el apetito. Incluso hoy, más de dos meses después, todavía no me he recuperado por completo. Estoy usando oxígeno, e incluso al ponerme de pie siento dificultad para respirar. Sondra y yo salimos a caminar todos los días, pero después de algunas cuadras necesito descansar. La ironía es que mi esposa y yo creemos que contraje el virus en el gimnasio, que era el único lugar adonde iba después de que comenzamos a aislarnos en casa a principios de marzo.

Ambos nos sometimos a pruebas de anticuerpos y los dos los teníamos, lo que sugiere que Sondra también contrajo la enfermedad pero no tuvo síntomas. Esta enfermedad es muy desconcertante y preocupante. Hay tanto que aún no sabemos sobre ella, como por qué algunos tenemos síntomas tan graves que necesitamos ser hospitalizados, mientras que otros solo tienen casos leves o no tienen signos del virus en absoluto. Veo que todos están impacientes y quieren abrir la ciudad de inmediato. Debemos tomarnos las cosas con calma.

Georgene Stephens, 70 años, Clarksville, Maryland

“Lo más difícil de la COVID-19 fue no poder sostener la mano de mi esposo mientras estaba conectado al respirador artificial”.

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CORTESÍA DE GEORGENE STEPHENS

En mi caso, lo más difícil de la COVID-19 no fue mi propia lucha contra el virus, aunque eso realmente fue una pesadilla. Fue el hecho de que no podía sostener la mano de mi esposo Gerry mientras yacía en la UCI en Johns Hopkins [Hospital], sedado y conectado a un respirador artificial. Era la primera vez en nuestros cincuenta años de matrimonio que nos separábamos durante más de unos pocos días.

Nuestra terrible experiencia comenzó el martes 10 de marzo, cuando ambos tuvimos tos y fiebre. Una semana después yo me sentía mejor, pero a Gerry le costaba mucho respirar. Si bien los dos tenemos 70 años y gozamos de buena salud, Gerry tiene asma. Fuimos a un hospital local donde nos hicieron la prueba de detección de COVID-19. Gerry estaba en tan mal estado que decidieron intubarlo y llevarlo en ambulancia al Johns Hopkins. Ni siquiera me permitieron decirle adiós en persona. Tuve que saludarlo con la mano a través de la ventana del hospital.

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Como me sentía bien, me enviaron a casa. Sin embargo, dos días después, muy temprano en la mañana, comencé a tener mucha dificultad para respirar. Cuatro años antes había tenido una embolia pulmonar con exactamente los mismos síntomas: me costaba muchísimo respirar y me sentía tan mareada y aturdida que ni siquiera me podía poner de pie. Todo a mi alrededor comenzó a ponerse gris y sabía que en unos pocos minutos perdería el conocimiento. Llamé al 911, pero les dije que me sentía tan débil que ni siquiera pensaba que podría levantarme para abrir la puerta de entrada. Pudieron obtener una llave de mi vecino. Lo primero que hicieron fue controlar mi nivel de oxígeno, que estaba peligrosamente bajo. Me administraron oxígeno de inmediato, y para el momento en que llegamos a nuestro hospital local comencé a sentirme mejor.

Cuando llegué a la sala de emergencias, los médicos me dijeron que también habían detectado que tenía COVID-19 y que por lo tanto me debían trasladar de inmediato al Johns Hopkins (donde estaba Gerry) ya que en su propio hospital no tenían el equipo necesario para recibir pacientes que tuvieran COVID-19. Una vez allí, tuve la suerte de conocer al Dr. Brian Garibaldi, el neumólogo y especialista en atención crítica que atendía a mi esposo. Había estado muy preocupada por Gerry porque solo podía recibir las novedades que el personal del hospital me daba brevemente por teléfono. Brian pudo reunirse conmigo y explicarme todo. Me siguieron dando oxígeno durante cerca de diez horas, y luego me dejaron internada durante la noche para ver cómo seguía sin el oxígeno que me habían estado administrando. Me enviaron a casa a la mañana siguiente.

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Me aterrorizaba ir a casa sola. Mis tres hijos adultos, que viven en distintas partes del país, también estaban muy preocupados por mí. Mi hijo llamaba frenéticamente a todos lados para intentar obtener atención médica en el hogar, pero esto fue al comienzo de la pandemia y no pudo encontrar a nadie que viniera a casa. Por suerte, todos mis vecinos colaboraron y me cuidaron. Solo tenía que enviarle un mensaje de texto a uno de ellos para tener lo que necesitara en diez minutos en el porche de la entrada.

Cuando llegué a casa me sentía mucho mejor, pero sin duda no me sentía yo misma. Tuve malestar estomacal durante un par de semanas, y no quería comer porque había perdido el sentido del gusto y el olfato. Estaba tan preocupada por Gerry que sentía que tenía una bola enorme en el medio del pecho, y pensé que era por la ansiedad. No podía salir de casa porque estaba en cuarentena, pero caminaba por todos lados. Cada vez que alguien me llamaba, caminaba por toda la casa. Debo de haber sumado 10,000 pasos en el podómetro cada día. Estaba tan tensa que me resultaba imposible quedarme quieta.

Gerry estuvo conectado a un respirador artificial durante más de dos semanas. Cuando regresó a casa el 8 de abril, me impresionó. Había bajado 35 libras y casi no podía caminar. Todo lo que quería hacer era sentarme con él en el sofá y sostener su mano, pero nos dijeron que teníamos que permanecer aislados durante 14 días para evitar la transmisión de alguna enfermedad. En ese momento me sentía lo suficientemente bien como para cocinar y ocuparme de él, pero por suerte Hopkins tenía un equipo de atención en el hogar que nos visitaba y le daba terapia física a Gerry.

No quiero que nadie pase por lo que pasamos Gerry y yo. Cuando la gente se entera de que los dos nos recuperamos de COVID-19, nos dicen que estamos muy bien y que podemos ir a cualquier parte. Pero no tenemos ganas de viajar ni de ir a restaurantes. Por un lado, podríamos volver a infectarnos. Pero también queremos que todos se den cuenta de lo grave y mortal que es esta enfermedad. En agosto supuestamente íbamos a celebrar nuestro 50.° aniversario con una gran fiesta. En cambio, simplemente celebramos que los dos sobrevivimos la COVID-19 y que estamos juntos.

Ronald Hill, 71 años, Fresno, California

“La parte más brutal de la recuperación se produce cuando te desconectan del respirador”.

Cuando comencé a tener síntomas de COVID-19, pensé que podría superarlo por mi cuenta. Pero estaba muy equivocado. Contraje el virus a mediados de marzo, después de asistir al funeral de un familiar en Los Ángeles al que también asistieron un par de primos que se habían infectado pero aún no tenían síntomas. Unos días después, comencé a tener mucha fiebre. Llamé a mi médico y me indicó que me hiciera radiografías y análisis. Resultó que tenía neumonía —aunque aún no tenía dificultad para respirar— y que tenía COVID-19.

spinner image Ronald Hill es transportado en una camilla
CORTESÍA DE RONALD HILL

Estaba convencido de que podía combatirlo en casa con antibióticos y líquidos. Sin embargo, dos días después de mi diagnóstico no podía comer ni beber y mi esposa Debbie insistió en llamar una ambulancia. Recuerdo muy poco sobre ese viaje, pero aparentemente tan pronto como llegué al hospital me llevaron a la UCI y me conectaron a un respirador artificial porque la neumonía se estaba extendiendo rápidamente a los pulmones. Estuve conectado durante 29 días.

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Lo primero que recuerdo al despertar fue escuchar la voz de Debbie en el teléfono. Estaba muy confundido. Pensaba que todavía estaba en Los Ángeles, no en Fresno. No sabía quién era Debbie, no sabía dónde estaba y no recordaba que tenía COVID-19. También resultó que tuve un pequeño derrame cerebral mientras estaba conectado al respirador, lo que también me puede haber afectado la memoria.

Todos suponen que cuando te desconectan del respirador después de tener COVID-19 ya terminó todo y te puedes ir a casa. La verdad es que la recuperación es brutal. No podía caminar ni pararme, y sentía que los brazos eran como de goma. Bajé tanto de peso que uno de los enfermeros podía levantarme y cargarme con facilidad cuando tenía que ir al baño.

Permanecí en el hospital durante dos semanas y luego tuve otras dos semanas de rehabilitación, y el único momento en que podía ver a mi esposa era para saludarla con la mano a través de una ventana. Fue muy doloroso ver lo difícil que fue para ella. Luego me dijo que cuando me internaron todo lo que ella quería hacer era acampar en el estacionamiento de Kaiser Permanente, pero como había estado expuesta al virus tenía que estar dos semanas en cuarentena en casa.

Cuando finalmente regresé a casa, me recibieron con un desfile sorpresa de autos donde pude ver desde lejos a mis cuatro hijas, dos hijos, 24 nietos y dos bisnietos. Sin embargo, mi recuperación no ha sido fácil. Debbie y yo caminamos todos los días y regreso a Kaiser para recibir terapia física y ocupacional dos veces por semana. Todavía me estoy recuperando del daño neurológico en las manos que se produjo por estar recostado conectado al respirador en la UCI.

La idea general es que esta enfermedad afecta solo a las personas que corren un gran riesgo de contraerla, pero hasta que sucedió esto siempre fui muy activo y saludable. Casi nunca me resfriaba, pero esto se apoderó de mis pulmones como un tornado. Le puede suceder a cualquiera. No dejen de usar mascarilla.

Judith Hunt, 80 años, ciudad de Nueva York

“Esto no es una gripe. Esto es algo que quiere matarte”.

El 7 de julio, cuando me sacaron en silla de ruedas del Mount Sinai Morningside Hospital de la ciudad de Nueva York, fue la primera vez que me daban de alta de un hospital o un centro de rehabilitación en más de seis meses. Había estado internada allí a fines de enero porque tuve una caída y me fracturé la cadera y el fémur del lado derecho. Mientras estuve internada, los estudios revelaron que tenía un aneurisma aórtico y una pequeña obstrucción intestinal, y tuvieron que operarme por ambas cosas. Todavía estaba en el hospital recuperándome a fines de marzo cuando empecé a tener mucha temperatura y dificultad para respirar. El 23 de marzo me diagnosticaron COVID-19. Todavía no sabemos cómo me infecté.

Todos siempre me preguntan cómo fue esa experiencia. Pero mis recuerdos son bastante borrosos. Le dije a mi enfermera que estaba bien, solo para salir del baño tosiendo, jadeando y pidiendo “por favor, no me dejes morir” un día después. Cada respiro era pura agonía, y no sabía si sería capaz de volver a respirar. Recuerdo escuchar voces que decían “tenemos que conectarla a un respirador artificial” y pensar “¡qué suerte, no me tendré que preocupar por respirar antes de quedarme dormida!”. Cuando me desperté, pensé que me debían de haber conectado al respirador, que era necesario pero horrible. No podía escuchar ni hablar y me sentía como una tortuga boca arriba de cara al sol ardiente. Las veces que tuve suficiente fuerza como para forzar la voz, sonaba como un robot.

El 9 de abril, la UCI se quedó sin espacio y me enviaron a un hogar de ancianos. En el Mount Sinai, todos los médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería y personal de limpieza fueron las criaturas más maravillosas que Dios ha creado. Recibí una atención realmente excelente, y no me podrían haber tratado mejor aunque hubiera sido una reina. Nunca me sentí como una paciente más en la cama número 17. Una de las enfermeras me hablaba y me decía que recordara momentos más felices, como mis viajes, para pensar en otra cosa. Pero estar en el hogar de ancianos fue raro. Las personas llegaban a mi puerta y yo intentaba hacerles señas para que pasaran porque no podía hablar por estar conectada al respirador, pero se daban vuelta y se marchaban apuradas. Más tarde ese mes, tuve insuficiencia renal y me enviaron de nuevo al hospital, donde luego tuve septicemia. Era un golpe tras otro, sin cesar. Cuando me enviaron otra vez a la UCI, todo el personal me recibió con aplausos.

Finalmente, después de estar un tiempo con una cánula de traqueotomía, pude respirar por mi cuenta. Pero todavía me esperaban semanas de recuperación. En un momento, fueron necesarias tres personas para moverme al borde de la cama y ayudarme a pararme para dar dos pasos. Comencé a tener tres horas de terapia física y ocupacional todos los días porque no podía hacer las actividades simples de cada día, como subir escaleras o ponerme las medias. Fui progresando de a poco hasta que finalmente pude caminar 200 pies sin ayuda.

Cuando salí del hospital en silla de ruedas el 7 de julio, mi equipo de terapeutas flanqueaba todo el pasillo. Cada uno me entregó una hoja de papel con un desafío que había superado, como la septicemia, y yo lo tenía que romper. Al final, decoraron mi silla de ruedas con un globo y una guirlanda brillante. Cuando llegué a casa, lloré como un bebé.

Ahora estoy de vuelta en casa con mi viejo gato. Mi hermano viajó desde St. Louis por unos días y tengo un auxiliar de cuidados que viene un par de veces por semana para ver cómo estoy. También seguiré haciendo terapia física y ocupacional en casa. El único momento en que salgo de mi apartamento es para trabajar con mi fisioterapeuta al aire libre.

Veo fotos de personas en lagos, fiestas y bares, y no lo puedo creer. Esto no es una gripe. Esto es algo que quiere matarte. Te consume la fuerza y te hace sentir que prefieres morir. Esta enfermedad tiene una magnitud muy desconocida. No puedo entender por qué alguien se negaría a usar una mascarilla. ¡Es una pandemia!

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