Vida Sana
Ser cuidador significa enfrentarse a un caleidoscopio de emociones en un día cualquiera. Por suerte, vivimos en una época en la que es más fácil hablar abiertamente de las alegrías y las dificultades que conlleva esta complicada y a menudo difícil función. Y, sin embargo, uno de los temas que rara vez veo surgir en las conversaciones sobre los cuidados es la ira. Así es, la ira.
Imagino que para algunos existe cierto sentimiento de vergüenza relacionado con las emociones o expresiones de ira, especialmente cuando se trata de cuidar a un ser querido. El simple término "cuidar" evoca en mi mente imágenes de ángeles abnegados y siempre alegres que rara vez se quejan, nunca se cansan y están encantados de desatender sus propias necesidades para servir a otro. Y sí, estoy siendo un poco irónica, porque los cuidadores son ante todo seres humanos. Y venimos con una gama amplia de emociones.
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Es comprensible que los cuidadores lidien con una buena dosis de ira y frustración por parte de sus seres queridos. Hay muchas razones por las que las personas que reciben cuidados se enfadan, ya sea por dolor y malestar, por la imprevisibilidad de enfermedades o lesiones, o por miedo y frustración en torno a la disminución de los actos cotidianos de la vida, por nombrar solo algunas.
Pero ¿qué ocurre con los sentimientos del cuidador cuando está en el extremo receptor de tantas emociones? También experimentan miedo e ira, y hay días en los que intentar mejorar eso para otra persona es muy agotador.
La ira es un tipo de protector, explica la psicoterapeuta clínica experta en traumas Meghan Riordan Jarvis, autora de End of the Hour: A Therapist's Memoir: "La ira entra, grita y hace mucho ruido como reacción a lo difícil que es todo, pero también casi como distracción. Si me centro en lo injusto que es que mi ser querido esté enfermo, o en que nunca planeé convertirme en cuidadora, en realidad eso evita que tenga que pensar demasiado tiempo en la impotencia de la situación".
La ira se manifiesta de forma diferente al dolor
Mientras procesaba mi duelo tras la lesión de mi marido en el 2006, noté que la gratitud que sentía por que estuviera vivo se estaba convirtiendo en rabia por lo que le había ocurrido a nuestra familia. Por ridículo que parezca culpar a alguien por resultar herido en una zona de guerra mientras hacía su trabajo, también había una parte irracional de mí que estaba enfadada porque su lesión nos había afectado a todos.
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Recuerdo que en los tambaleantes primeros años de su recuperación, de repente me invadía la ira, sola en la seguridad de mi auto, y golpeaba el volante o soltaba un grito primitivo. La pena era diferente: esos ataques de llanto solían surgir de la nada, a menudo cuando estaba sola en la naturaleza. La ira era algo que tenía que salir, era rabia y un sentimiento de injusticia por nosotros, por él, por mí.
Pero no se me permitía decirlo en voz alta. Los cuidadores no tenemos "salas de rabia" en las que podamos entrar y romper unos cuantos platos, derribar una pared o dos y sentirnos mejor. Se suponía que debía estar agradecida. Mi esposo había sobrevivido a la explosión de una bomba. Muchos otros habían sufrido heridas mucho peores, y muchos ni siquiera habían vuelto a casa.
Cuando la persona a la que cuidas se enfada, tu trabajo es regular la situación, no empeorarla, por muchas maldiciones que oigas. Pero eso también significa que pierdes tu capacidad de responder en el momento y descargar la ira o la frustración. Y a veces una voz en mi cabeza se preguntaba: ¿Y yo qué? ¿Cuándo me toca a mí sentirme defraudada/triste/enojada? Por suerte, ahora esos momentos son poco comunes.
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