Vida Sana
Robert De Niro me estrecha la mano, se sienta frente a mí y deja a un lado las formalidades: intenta comprender la naturaleza del mal. “Estoy intentando averiguar su mecanismo”, comenta. “Cómo las personas que protagonizan algunas de las situaciones más infames de la historia suelen ser muy banales”.
Es claro que se refiere a su última película, Killers of the Flower Moon, en la que interpreta a William King Hale, el verdadero artífice de una vasta conspiración de asesinatos motivados por el petróleo dirigida contra miembros de la tribu de la nación osage. (Su interpretación fue reconocida con el premio Movies for Grownups, de AARP, al mejor actor de reparto, y tiene grandes posibilidades de ganar premios importantes).
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“William Hale es encantador, muy cortés”, continúa De Niro. “Le gustan los osages. O cree que es así. Y piensa que a ellos les cae bien, y probablemente eso sea cierto de algunos de ellos. Habla su idioma y trata con ellos de forma individual. Es casi como ‘No es nada personal’”.
Esta transposición de la vieja frase de la película The Godfather a la Oklahoma de los años 20 me hace mucha gracia. De Niro ensombrece el rostro con una mirada de “¿qué tiene de gracia?”.
“Mira, no finjo entenderlo”, continúa. “Pero en realidad se reduce a lo siguiente: no son personas. Y tienen algo que nosotros queremos. No es muy reflexivo”.
Continúa con un tema análogo, fundamental tanto para Killers como para el momento actual en Estados Unidos: cómo se enseña la historia del país, qué relatos se difunden y cuáles se sepultan, y quién se encarga de difundirlos. La historia de Killers no se conoció durante casi todo un siglo, e incluso ahora algunas escuelas públicas de Oklahoma prohíben la enseñanza del libro homónimo en el que se basa.
“Como país, no hemos permitido que se cuenten ciertas historias porque son recuerdos dolorosos”, señala. “Pues bien, no importa que la historia sea dolorosa. Es lo que sucedió”. Lo dice en voz muy baja; De Niro es un hombre que observa con atención y vehemencia, y su voz baja parece coincidir con ello. “Tengo que admitir que durante la mayor parte de mi vida no tuve conocimiento de lo ocurrido en el Wall Street negro [la masacre racial de Tulsa de 1921, que también se enseña de forma selectiva en las escuelas públicas de nuestro país], que sucedió durante el mismo período de nuestra historia en Killers. No nos lo enseñaron”.
Se pasa las manos por la frente y el pelo engominado hacia atrás, como si quisiera evitar que se desborde lo que tiene en la mente. De Niro luce guapo cuando se enfada. Espera, olvídalo: es guapo y punto. Sorprendentemente. En las dos últimas décadas ha interpretado a muchos hombres con el alma ruinosa y apagada, y su aspecto ha sido ruinoso y apagado durante su interpretación. Cumplió 80 años en agosto. Sin embargo, el hombre que acaba de acercarse y estrecharme la mano parece en realidad una persona de 60 años que ha pasado la última semana navegando en su yate por la costa de Amalfi. Hoy viste todo de azul: chaqueta, jersey de cuello alto y pantalones. El conjunto y el hombre combinan bien. Ambos parecen modernos y simples.
“¿Podemos hablar de la forma en que caminas?”, pregunto. Una pausa. De Niro parpadea. Parece sospechar de la pregunta. Otra pausa. Le pregunté porque hay algo en la forma en que Robert De Niro se desenvuelve. En cuanto atravesó la puerta, recordé una sencilla toma de Killers en la que se ve a William Hale desde un ángulo por detrás y de lado. Hale también es un hombre que recorre el mundo, pero de un modo metódicamente malvado, y su fisicidad nos lo revela. Los hombros encorvados hacen que su columna vertebral se enrosque como un signo de interrogación. El veneno que disemina entre los osages, a quienes finge querer, se ha apoderado de él, le ha curvado la espalda y le ha endurecido el alma.
De Niro reconoce que la forma en que King Hale lleva su cuerpo y la forma en que este lo lleva a él son parte esencial de la interpretación, aunque no es algo que haya pensado a conciencia.
“Marty dijo: ‘Acción’”, se encoge de hombros. “Y yo simplemente, ya sabes. Actué”.
Esa lacónica respuesta es típica de De Niro. Durante el tiempo que pasamos juntos, se mantiene siempre cordial y atento. En un momento incluso se emociona. Pero responde de principio a fin, sin dar rodeos. Y su voz nunca se eleva por encima de un tono suave. Permanece inmune ante mis provocaciones. De todos modos, uno lo intenta.
“Me gustaría que ahora hablemos de tu animosidad”, le digo.
“¿Sí?”.
“Y de lo divertida que puede ser”.
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