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La receta que nos mantuvo unidos

Después de una terrible tragedia, Suzy Vitello sacó fuerzas de la salsa que preparaba su suegra.

Dos fotos: a la izquierda Suzy Vitello y su nieto Luca cocinando y a la derecha una foto familiar

Cortesía John Clark

Izquierda: Suzy Vitello con su nieto Luca probando la salsa de espaguetis. Derecha: Evelyn Vitello (suegra de Suzy), Suzy Vitello y Lisa Walker (hija de Evelyn) en el otoño de 1988, alrededor del Día de Acción de Gracias.

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Noche de Fin de Año de 1983, afuera de una amplia casa de una planta en las afueras de Búfalo, Nueva York. Mi novio, Frankie, se volvió y dijo: “¿lista?”.

Yo tenía 22 años y esta era la primera vez que un novio me pedía que conociera a sus padres. Si mis anteriores novios, que no duraron mucho, tenían padres, esto solo aparecían para advertirte sobre zapatos embarrados o para recordarte sacar la basura. No hace mucho que mis padres se habían separado. Ellos eran más jóvenes y audaces que la mayoría. Yo los amaba por su extravagancia, su inteligencia, sus apasionadas experiencias en la vida; pero para mí, su divorcio creó un vacío. En mi último año en la universidad, me sentía perdida y anhelaba una familia intacta.

Ahí es cuando aparecieron Evelyn y Frank Vitello. Auténticos padres de las comedias de los años 50, pero en versión italiana.

Hundí mis manos heladas en los bolsillos de mi parka y seguí al muchacho que un día sería mi marido a una sala de estar que olía a comida de fiesta: carne asada, pizza y alitas de pollo. Alrededor del perímetro de la sala, estaban las tías, encaramadas en sillas plegables con almohadones. Muchas tías. Y unos cuantos primos jóvenes. Un par de abuelas. Y un hombre grande, algo calvo —Frank padre—, que me tomó de la mano y me llevó al centro de la sala. “Frankie”, rugió el hombre, “¿esto es una broma?”.

“¡Frank!”, gritó Evelyn desde la cocina. “¡Estás asustando a la pobre niña!”.

“Calma, Jumbo”, respondió él, mientras su manaza me guiaba hacia el nido de la familia. “Tengo que verla de cerca para ver qué tiene de malo”.


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Las tías rieron. Y para el final de la noche, las personas en esa amplia casa de una planta se habían convertido en mi nueva familia. Me nutrieron de amor y estabilidad, y me salvaron la vida.

En Evelyn (“Ma” para sus hijos e, irónicamente, “Jumbo” para su marido, a pesar de que era flexible como un cervatillo), yo encontré un espíritu afín. Si bien mi madre era brillante y algo distante, Evelyn estaba arraigada en una solemne compasión. Profesora de matemáticas en la escuela secundaria, amada universalmente por su dureza y preocupación, Evelyn fumaba, apostaba y guiaba a los Vitello a través de enfermedades, tragedias y riñas. Se aseguraba de que todos los acontecimientos contaran con flores y comida. En especial, comida. Para esa multitud de la noche de Fin de Año, había elegido comida para picar. Pero cuando venían familiares cercanos, preparaba su salsa con albóndigas. La olla de acero inoxidable llena de salsa cocinándose —y un partido de los Buffalo Bills a todo volumen en el fondo—, era lo que caracterizaba los domingos en la temporada de fútbol. La salsa de mamá era solo para la familia más íntima, los que se reunían a la mesa que separaba la cocina de la ondulada barandilla de hierro que daba a la sala familiar.

Una vida truncada

Frankie y yo iniciamos nuestro matrimonio en Phoenix, Arizona, y nos mudamos al sur del estado de Nueva York después del nacimiento de nuestro primer hijo, Sam. Cada vez que visitábamos Búfalo, era una ocasión feliz: la preparación de la salsa, y luego probar el sabor en medio de un juego de pinacle. La cena (nunca la llamaban “comida”) era macarrones (nunca los llamaban “espaguetis”, no importa cuán larga fuera la pasta) y ensalada de lechuga iceberg con aceite y vinagre. Después de comer y lavar los platos, yo me sentaba a esa mesa en forma de bumerán y mamá (con el aliento fresco de mascar chicle después de haberse escapado afuera a fumar) me contaba historias de su juventud: enfrentamientos con administradores escolares presuntuosos y sexistas, las audaces exigencias de su propia madre, una mujer malhumorada.

¡Oh, esos primeros días felices!

Después, cuando llevábamos tres años de casados y había un segundo bebé en camino, Frankie murió en un accidente de auto cuando el otro conductor se quedó dormido al volante y chocó de frente el auto de Frankie. La rasgadura en el tejido familiar de los Vitello dejó una cicatriz gigantesca. Lo absurdo de la muerte repentina de un padre de 25 años. Las tarjetas de pésame llegaron en masa. Y guisos y estofados. Pero ¿quién podía comer?

El dolor nos envolvía a todos. Lisa, la única hermana de Frankie, junto con Jim, su marido, (quienes eran padres de dos bebés) hicieron lugar para mí y mis dos niños en su apartamento en California. A los vecinos debemos haberles parecido un hogar extraño: tres adultos y cuatro niños de menos de dos años. Compartíamos la cocina, la limpieza y los cuidados, y esperábamos con alegría las visitas de mamá y papá. Y mamá, ya sea que se sentara en el sofá con sus nietos, les leyera libros ilustrados o cambiara pañales, nunca se iba sin preparar un par de ollas de salsa. Ella revolvía la salsa y ayudaba a su familia a superar el dolor . Su único hijo varón había muerto; pero ella no tenía otra opción que seguir viviendo, por su marido, por su hija, por sus nietos y por mí.

Ella hacía la salsa. Nosotros la comíamos. Y, a medida que fue pasando el tiempo, me enseñó a prepararla.

La receta venía de su suegra, de una época en que usaban los tomates de su propia huerta. Evelyn modificó la receta para su cocina de los años 50, y con el tiempo yo añadí también mis propios toques.

Evelyn falleció hace unos años. En sus últimos meses, su apetito declinó, pero nunca decayó su mano firme en la cuchara para probar la salsa. Estoy absolutamente segura de que le hubiera gustado ver que su primer bisnieto —mi nieto Luca, de dos años— acaba de aprender a revolver la olla de salsa. Él y sus hermanos y sus primos menores no tendrán el privilegio de haber conocido a Evelyn, pero cuando se reúnan a la mesa la noche de macarrones, sentirán su amor.

Plato de pasta con albóndigas en salsa

Cortesía John Clark

La salsa con albóndigas de mamá

Rinde 8 porciones

Para las albóndigas:

2½ libras de carne molida magra

3 huevos batidos

1¼ tazas de pan rallado, estilo italiano

1 cucharada de perejil seco

¼ taza de queso romano rallado

1½ tazas de mezcla envasada de hierbas para relleno

Unas ramitas de hinojo fresco picadas

Sal y pimienta al gusto

Mezcla los ingredientes con las manos, luego agrega lentamente agua tibia hasta que la mezcla esté bien húmeda, pero aún conserve la forma.

Moldea la mezcla en forma de albóndigas, cúbrelas con papel de aluminio y guárdalas en el refrigerador.

Para la salsa:

1 libra de paleta de cerdo estilo country, preferiblemente con hueso

2 latas de 29 onzas de salsa de tomate

2 hojas de laurel

Mitad de un pimiento verde, sin semillas ni nervaduras

Una pizca de escamas de pimienta roja

Pasta de tomate para espesar la salsa, si es necesario

Agua para diluir la salsa, si es necesario

½ cucharadita de polvo de hornear

Instrucciones:

Precalienta el horno a 400 ˚F. Hornea el cerdo hasta que esté dorado; voltéalo una vez y cocina 5 o 6 minutos por lado.

En una olla grande, mezcla la salsa de tomates, las hojas de laurel, el pimiento verde y las escamas de pimienta roja. Haz hervir la mezcla y agrega las albóndigas crudas y el cerdo dorado. Reduce la temperatura y cocina a fuego lento, revolviendo ocasionalmente, por al menos dos horas.

Retira el cerdo y pásalo a una fuente. Desmenuza la carne y tira el hueso, si lo hay. Agrega el cerdo desmenuzado otra vez a la olla y cocina a fuego lento otros 30 minutos.

Tira el pimiento verde y las hojas de laurel. Agrega agua o pasta de tomates para lograr la consistencia deseada. Justo antes de servir, agrega el polvo de hornear para reducir la acidez.

Nutrientes por porción: 538 calorías, 43 gramos de proteína, 30 gramos de carbohidratos, 2 gramo de fibra, 27 gramos de grasa, 190 miligramos de colesterol, 1,187 miligramos de sodio.


Suzy Vitello, de 60 años, vive en Portland, Oregón. Es autora de cuatro novelas, entre ellas Faultland. Este ensayo se publicó originalmente en EatDarlingEat.net, un sitio web sobre madres e hijas y tradiciones culinarias.