Skip to content
 

Siete años de cuidar de mi madre ante su deterioro físico-mental

Arreglos y desolación: Llegó la terapia, pero también la despedida.

Foto montaje de Mercedes Soler y su familia

Cortesía de Mercedes Soler

Nota del editor: Esta es la tercera de tres partes de un ensayo muy personal donde la periodista y presentadora de televisión, Mercedes Soler, comparte la experiencia de su familia con el cuido de su madre, afligida por la demencia.

Durante siete años mi hermana y yo no pudimos vacacionar juntas como antes acostumbrábamos. Si ella viajaba para las Navidades yo me quedaba en casa cuidando de la Reina Madre. Seis meses estaba en su cuarto con baño habilitado para ancianos en mi casa y seis meses en el de mi melliza. Un 29 de diciembre, cuando pensamos que celebraríamos su cumpleaños, mi madre amaneció peor. Los médicos luego confirmaron que habría sido una isquemia del cerebro.

Mi hermana celebraba en Chicago, donde nos criamos. Pese a que no quise alarmarla le dije la verdad y le rogué paciencia, esperar el año nuevo con su esposo e hijos y nuestra familia. En menos de 12 horas, sin embargo, ella llegó atormentada a mi casa. Las fiestas le dificultaron comprar pasaje con mayor rapidez.

Antes de que llegara, y debido a su cuadro crítico, ya yo había tomado la decisión de inscribir a mi madre en un hospicio. Queríamos mantenerla en casa, para que no falleciera en una estéril estancia de hospital, atada a máquinas. Su médico me recomendó VITAS, para cuando llegara el momento. Fueron los ángeles que durante tanto tiempo habíamos necesitado. Sus médicos pasaron horas hablándonos sobre la muerte, la separación y el duelo. Nos ofrecieron la terapia que, después de varios años de sufrimiento a solas, necesitábamos.

Y fue la última decisión fuerte que nos quedaba por tomar. Ya habíamos decidido que ni máquinas ni alimentos por sonda, aunque dejar de alimentarla me llenaba de ansiedad. Empero, milagrosamente, nunca debimos hacerlo. En mi última plegaria con su médico, después de dejar de llevarla a la consulta porque ya no podía movilizarla, le supliqué buscarle alguna pócima para abrirle el apetito. Nada funcionaba y la marihuana, que se recomienda en estos casos, no era opción debido a su marcapasos. El galeno realizó una junta con otros médicos geriátricos y me recomendaron el antidepresivo Zoloft. Lo pedí en líquido porque era casi imposible que mi madre tragara pastillas (las machacábamos y espolvoreábamos en la crema de galletitas tipo Oreo para que las tomara). ¡Funcionó! Gracias a una dosis diaria, Mami comió por sí sola hasta solo horas antes de morir.

La música hizo el milagro

Pero no se nos fue tan rápido. La muerte llega cuando Dios manda, no cuando uno la espera. Nuevamente, como la maravilla que fue, mi madre se recuperó. Después de un mes en cama volvió a caminar, a decir algunas palabritas y regresó a su rutina diaria. Siempre me aferré a la dulzura de su naturaleza. Si le decía “te amo”, aunque fuese el peor de sus días contestaba, “te amo también”. Habían quedado atrás los días en que nuestra adorada gran dama nos insultaba en su propia batalla contra la demencia.

Aunque para sus últimos meses ya Mami no contaba con la mayoría de sus facultades, podíamos darle la comida, caminarla y mimarla. Un día, tras leer un artículo sobre demencia, le pedí a mi hijo que preparara una lista de canciones de su época joven en Cuba. Incluimos danzones, mambo, de Beny Moré, Dámaso Pérez Prado, “El reloj”, de Armando Manzanero.  Le colocamos audífonos y le pusimos su música favorita. ¡Se hizo el milagro! Por un instante, luminoso, la Reina Madre sonrió, disfrutó y me devolvió la esperanza. “Reloj detén tu camino, porque mi vida se apaga. Ella es la estrella que alumbra mi ser. Yo sin su amor no soy nada”.

Por ese amor, tan profundo a nuestra estrella, ya también teníamos preparado los arreglos fúnebres. No es algo que debe hacerse durante momentos de desolación. Un par de años antes, previo a un viaje y por si le pasaba algo durante mi ausencia, de la mano de una amiga muy querida entré a una funeraria en la Pequeña Habana, en el corazón de Miami. Compré el terreno, elegí la caja fúnebre y pagué los gastos de antemano. El momento fue tétrico. Sin embargo, nuestra única preocupación al final sería elegir sus flores.

Pintura de la mamá de Mercedes Soler

Cortesía de Mercedes Soler

La abuela pintada por su nieta, Victoria, la hija de Mercedes Soler.

La despedida

El día llegó un año después de la isquemia. Fue un 2 de enero y mi madre acababa de cumplir 92 años. Había permanecido bajo el esmerado cuidado de VITAS, además de nuestras cuidadoras privadas durante un año. Estas últimas tres mujeres que asistieron a mi madre, dos de ellas también hermanas, la atesoraron como si fuese propia. Pasaron las noches en vilo por ella, y nos quisieron a mi hermana y a mí cuando más necesitábamos el amor de una madre. Se convirtieron en nuestra familia.

Una de ellas permaneció al pie de la cama con nosotros, con una enfermera que también se convirtió en hermana, con nuestros hijos y esposos, la hermosa tarde soleada que mi madre exhaló su última bocanada de aire en su dormitorio en la casa de mi hermana.

Llevábamos unas tres noches sin despegarnos de su lado. Hicimos un círculo a su alrededor. Yo la sostuve de una mano y mi hermana de la otra. Como lo fue durante toda su vida, se fue siendo el foco de nuestra atención. Separarnos de su cuerpo inerte, cuando llegó el trabajador funerario parecía inconcebible. Cerrar el féretro aún más. Ver a nuestros cuatro hijos hombres y dos esposos cargar la caja hasta su última morada, igual, una experiencia de desdoblamiento espiritual.

Pero por muy fuerte que haya sido la ceremonia, el velorio y las palabras del diácono, la despedida en el cementerio sirvió para sellar el capítulo; para ayudarnos a despegarnos de quien mi madre fuera en vida, y a tratar de vivir ahora con la misma pasión que La Reina Madre nos enseñó a hacerlo.