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Elogio a la ley del soldado

Ayudando a los veteranos de guerra a continuar con sus vidas.


spinner image GI Bill - La Ley de Soldado
Al Martinez como un joven soldado en Corea.
Cortesía de Al Martinez

| Nota del editor: Sancionada en ley por el presidente Franklin D. Roosevelt, el 22 de junio de 1944, la Ley de Reajuste del Personal de las Fuerzas Armadas de 1944, comúnmente conocida como GI Bill of Rights (Declaración de Derechos o Ley del Soldado), es una de las leyes más significativas de la legislación social del siglo XX: evitó una temida depresión económica después de la Segunda Guerra Mundial y permitió que la clase media se expandiera considerablemente ya que, gracias a ella, millones de veteranos obtuvieran títulos universitarios, compraron viviendas e iniciaron negocios.

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La Ley del Soldado original caducó en julio de 1956 y, para ese entonces, 7,8 millones de veteranos de la Segunda Guerra Mundial habían participado de un programa educativo o de capacitación, y 2,4 millones habían obtenido préstamos para viviendas respaldados por la Veterans Administration (Administración de Veteranos) (esta administración  fue incorporada, junto con otras agencias, al Department of Veterans Affairs —Departamento de Asuntos de Veteranos—, en 1989). El legado de la Ley del Soldado está vivo en la legislación de beneficios para veteranos que siguió a continuación. Juntas, estas leyes han elevado el nivel de vida para las sucesivas generaciones de veteranos y sus familias, incluyendo, al día de hoy, a 1,1 millón de veteranos hispano estadounidenses.

* * *

Volví de la Guerra de Corea de cuerpo entero, pero con el espíritu herido. Nadie que haya estado alguna vez en combate sale del campo de batalla sin cicatrices emocionales. La guerra lo sigue a uno al hogar de muchas maneras, proyectando grandes sombras sobre todo intento de adaptarse a la vida normal.

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Salí de Corea en abril de 1952, después de 14 meses de servicio. Me había casado antes de embarcarme y, cuando regresé, tenía una hija que había nacido después de que me fuera a la guerra. Estábamos encerrados en un minúsculo apartamento de una habitación, en una desagradable área al sur de la calle Market Street de San Francisco, sin ingresos ni un sitio adecuado para vivir. No hubo tiempo para festejar mi regreso.

La Ley del Soldado sería, finalmente, nuestra salvación.

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No había alfombra roja para los que buscábamos trabajo o una vivienda mejor. Estados Unidos estaba cansado de los conflictos armados, después de que la Segunda Guerra Mundial terminara, y la “escaramuza” en una lejana península asiática no conmovía a nadie. Éramos los veteranos abandonados de una guerra olvidada.

Escribir para un periódico había sido siempre la ambición de mi vida, pero una y otra vez me dijeron que para conseguir siquiera una entrevista en algún periódico de Bay Area necesitaba un título universitario. Como había sido convocado como soldado de la reserva de la Infantería de Marina a fines de mi tercer año en el San Francisco State College, no tenía las materias suficientes como para alcanzar un título. Esta fue una verdad devastadora, una barrera ante el futuro que me frustraba y me enojaba. No podía conseguir el trabajo que deseaba porque carecía de un título universitario, y no podía obtenerlo porque no tenía el dinero suficiente para ir a la universidad.

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Entonces, volví a encontrarme con amigos de los días de estudiante universitario. La mayoría eran veteranos de la Segunda Guerra Mundial y habían terminado sus estudios en instituciones estatales, gracias a la Ley del Soldado. Esta ley les había pagado los cuatro años de universidad y estaba disponible para los veteranos de la Guerra de Corea. Tomé la decisión de inscribirme en el turno noche de University of California (Universidad de California – UC), Berkeley, preparado para enfrentar un laberinto de papeleo para poder ingresar. Pero todo lo que necesité fue mi documentación de baja. Inscribirse nunca había sido tan sencillo.

Estudié ciencias políticas y fotografía en la UC; luego, concurrí a una universidad comunal para tomar cursos de política internacional e historia de China, a lo que siguió un estudio sobre la ley de difamación en el Hasting College of Law, en San Francisco, todo gracias a la Ley del Soldado. Para ese entonces, ya había conseguido un trabajo en un periódico pequeño, al otro lado de la bahía, en Richmond, la ciudad donde Henry Kaiser había construido las flotas de los “Liberty Ships” (los “buques de la libertad”), durante la Segunda Guerra Mundial.

Cuando me contrataron, entendí que mi carrera había comenzado, de modo que nunca pedí un título. Sin embargo, lo que aprendí nunca se desperdició, sino que forma parte del caudal de conocimientos que todo buen periodista debe poseer.

Nuestra situación doméstica era mejor, pero todavía no era la ideal. Hacia fines de 1952, nos mudamos del pequeño apartamento en San Francisco a lo que habían sido las viviendas temporarias para los trabajadores del astillero de Richmond durante la guerra, una serie de unidades tipo caja, que estaban desparramadas en un área que se llamaba Triangle Village. Nuestra nueva vivienda no era del todo adecuada y, además, era peligrosa y ruidosa.

Las vías del ferrocarril sin cercas, que corrían a la vera del terreno, ponían en peligro a los niños, incluyendo a nuestra hija Cindy. El estruendo de los trenes, las 24 horas del día, perturbaban la serenidad que Triangle ofrecía y hacía que dormir una noche entera fuera imposible. Comenzamos a buscar un lugar mejor y más seguro para que la familia creciera, y, otra vez, recurrimos a la Ley del Soldado.

Después de semanas de búsqueda, encontramos lo que deseábamos: una casa en las colinas, con vista a Richmond, que estaba en construcción. El constructor pedía $12.500. Mientras tanto, yo me había presentado en la Veterans Administration para solicitar un préstamo bajo la Ley del Soldado, y el 18 de febrero de 1954, recibí el certificado de elegibilidad. Contra toda probabilidad, con un salario de $75 a la semana que me pagaba el periódico, pudimos comprar la casa, sin pago inicial, con un préstamo garantizado, en parte, por el Tío Sam y con una tasa de interés del cuatro por ciento; todo esto gracias a un gobierno que yo pensaba que nos había abandonado. Todavía guardo ese certificado.

Nuestra segunda hija, Linda, nació en el hogar donde vivimos por diez años antes de mudarnos a un lugar más grande, sobre un terreno de dos acres, al pie del Monte Diablo. Mi carrera florecía en el Oakland Tribune, cuando llegó nuestro hijo Allen, y, más tarde, alcanzó nuevas alturas cuando pasé al Los Angeles Times, donde compartí tres medallas doradas de los Premios Pulitzer, primero como periodista y, luego, como columnista.

En 2000, ya periodista ganador del Premio Pulitzer, Al Martinez regresó a Corea.

La Ley del Soldado les brindó a los veteranos un empuje tanto emocional como financiero. Esto es especialmente cierto para los que peleamos en la Guerra de Corea y volvimos no para el reconocimiento, sino al silencio. Me abrió la puerta a una carrera llena de honores que prosiguió por 57 años. Al permitirme continuar mi educación y comprar mi primera casa, la Ley del Soldado le dio a toda mi familia un nuevo punto de partida. Fue el agradecimiento supremo de Estados Unidos, por un año en la guerra.

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