Vida Sana
Sirvieron en las montañas nevadas de Alemania, los valles de Corea, las selvas de Vietnam y los desiertos del Medio Oriente. Para muchos, ir a la guerra es parte de una herencia familiar que se extiende hacia atrás, hasta los primeros días de nuestro país, como hacia adelante, a través de sus hijos, hasta los conflictos posteriores al 11 de Septiembre. Todas sus historias son únicas, como los tiroteos cercanos con enemigos invisibles y las peligrosas misiones en helicóptero en territorio hostil. Pero todas tienen elementos en común, el sentido del deber, el amor a la patria, los lazos inquebrantables que se forjaron en el fuego del combate y pérdidas que no pueden olvidarse. Estas son algunas de esas experiencias.
Francis Whitebird, 80 años
Whitebird es miembro de la tribu Rosebud Sioux y excomisionado de Asuntos Indígenas de Dakota del Sur.
Vengo de una sociedad guerrera. Mis bisabuelos lucharon en la batalla de Rosebud en 1876 y en la de Little Bighorn ocho días después. Mi tío luchó en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. Mi padre sirvió como codificador de lakota y luchó en la Batalla de las Ardenas. No me dijo que había sido codificador hasta 1968.
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Me gradué de la South Dakota State University en 1967 y me alisté en el Ejército ese mismo año. Terminé formándome como paramédico de combate. Aterricé en Vietnam el 20 de marzo de 1969. Antes de eso, nunca había volado en un avión y nunca había estado en otro país. Recuerdo haber visto una bolsa para cadáveres por primera vez. No sabía qué era.
¿Cómo era el trabajo? Lo he pensado una y otra vez en mi mente. Cuando alguien resulta herido en la batalla y grita "¡Paramédico!", tenemos que ir a buscar a esa persona. Cuando un paramédico comienza a correr para ayudar a un soldado de infantería, los otros soldados aumentan la potencia de fuego mientras el paramédico saca a la persona herida del fuego. Mi trabajo era mantener con vida a esa persona hasta que pudiéramos subirla a un helicóptero. A veces, enviaban una unidad de evacuación médica y entraban sin armas. Otras veces, entraba un helicóptero de combate con dos ametralladoras, una a cada lado, y entraban disparando. Esos soldados tenían mucho valor.
La cantidad de fatalidades de paramédicos en Vietnam fue muy alta. Pasamos por 27 paramédicos durante mis primeros nueve meses en Vietnam. No diría que los paramédicos éramos intrépidos, porque teníamos mucho miedo de que nos mataran. Pero escondíamos nuestro miedo. La adrenalina del campo de batalla es diferente a otros tipos de adrenalina. Hace que te muevas más rápido. Existe un vínculo invisible entre los paramédicos y la infantería. Se hacen hermanos de por vida.
Estábamos mucho en las montañas y la selva, y aunque la gente piensa que los paramédicos no llevan armas, yo sí. Recuerdo una vez, tratábamos de averiguar nuestra ubicación. La jungla era tan frondosa que no podíamos distinguir el terreno. Como yo era paramédico, todos me llamaban Doc. A todos los paramédicos los llamaban Doc. Alguien dijo: "El Doc es indio. Pregúntale a Doc dónde estamos. Los indios nunca se pierden". Dije: "Yo vengo de los llanos. Vengo de Dakota del Sur. Siempre puedes ver 10 millas a tu alrededor". No tenía idea de dónde estábamos. El Ejército esparció mucho Agente Naranja en las montañas de la jungla. Fue a parar al agua, a pequeños arroyos y ríos. Poníamos nuestras cantimploras en esta agua, sin saber que la dioxina estaba allí. Todo el mundo estaba expuesto a ello.
Un tiroteo podría durar un par de horas o, como la batalla de Hiep Duc Valley, durante 13 días seguidos. Ahí fue donde fui herido por fragmento de bala. Todavía tenía trabajo que hacer, y tenía que seguir adelante. Había vidas que salvar.
Recibí la condecoración Corazón Púrpura y salí del Ejército en 1970. Tres años más tarde, me aceptaron en Harvard, donde obtuve un posgrado en Educación. Pero comencé a tener erupciones de piel. En ese momento, los médicos no sabían qué era. Terminé teniendo una carrera exitosa. Pero también terminé con cáncer. Le digo a mi esposa que Charlie (así llamamos al enemigo en Vietnam, Charlie) no me mató. Pero el cáncer me está matando un poco todos los días.
Dos de mis hijos, Colin y Brendan, han continuado la tradición de servicio. Ambos fueron enviados a Irak. Uno fue herido por un francotirador en Bagdad. Se recuperó y volvió a terminar su misión. Estoy muy orgulloso de ellos, así como de todas las personas que han luchado por este país.
Rhonda Cornum, 68 años
Cornum es cirujana, ejecutiva de atención médica y autora de She Went to War: The Rhonda Cornum Story. Vive en North Middletown, Kentucky.
Me estaba graduando con un doctorado en Bioquímica y quería un trabajo de investigación. Me interesaba trabajar para los servicios gubernamentales. Un día, un reclutador del Ejército me contactó y me dijo: "Necesitamos a alguien que haga el tipo de investigación que tú haces. El único problema es que tienes que alistarte en el Ejército".
Esto fue en 1978. Nunca había considerado unirme al Ejército. No conocía a nadie en el Ejército. Pero vi el laboratorio donde estaría trabajando en San Francisco, que era hermoso. Tenían mucho dinero. No tendría que enseñar. Así que me uní.
Fue una transición fácil, pero después de cuatro años, me di cuenta de que estaba ganando la mitad de lo que ganaban los médicos que me rodeaban. Para entonces ya era madre soltera. Miré mis opciones y decidí asistir a la escuela de medicina militar en Bethesda, Maryland. Allí conocí a Kory Cornum, mi esposo. Me convertí en cirujana de vuelo en Fort Rucker, en Alabama, y él se convirtió en cirujano de vuelo en la Eglin Air Force Base, en Florida.
El 2 de agosto de 1990, vi por televisión los tanques iraquíes entrar en Kuwait: la invasión de Kuwait. Poco después, un comandante de un batallón de helicópteros me preguntó si acompañaría a su unidad a Irak. Decidí que tenía que ir. Pensé: "De verdad vas a la guerra, Rhonda".
Recuerdo haber pensado que podría morir. Lo que me vino a la mente fue algo que mi abuelo me dijo una vez. Era veterano de la Segunda Guerra Mundial. Me dijo: "Rhonda, hay cosas peores que morir. Como vivir con deshonra". Si no iba a la guerra, tendría que vivir con deshonra por el resto de mi vida.
El 27 de febrero de 1991, estaba a bordo de un helicóptero Black Hawk en una misión de búsqueda y rescate en el sur de Irak. Un piloto de F-16 había salido disparado de su avión y nos dijeron que estaba vivo y hablando por radio. Fuimos a buscarlo, pero no teníamos información sobre lo que estaba pasando y hacia dónde nos dirigíamos. Solo teníamos coordenadas. De hecho, nos dirigíamos al punto de suministro de municiones más grande del sur de Irak.
Nos derribaron. Me dispararon por la espalda. Me rompí ambos brazos. Tenía una lesión de ligamento cruzado anterior en mi pierna derecha. Perdí mucha sangre. Terminé prisionera de guerra. Tuve suerte de sobrevivir al accidente, pero cinco compañeros que iban en mi avión no lo hicieron. Después de ocho días de cautiverio, fui repatriada.
Fueron necesarias algunas cirugías para curarme. Pero en ese momento, el hecho de que había sido prisionera de guerra, que era una mujer, que había estado en el frente, tenía mucha credibilidad para hablar sobre la igualdad de oportunidades para las mujeres en combate. Me di cuenta de que la gente me escuchaba y tenía mucho que decir. Los paneles del Congreso
y los medios de comunicación me pidieron que hablara sobre mis experiencias. Me pidieron que desarrollara un programa de entrenamiento psicológico para el Ejército.
Me fue bien como prisionera de guerra herida porque estaba mentalmente preparada. Tenemos muchas personas sirviendo a nuestro país que son valientes y patrióticas pero no tienen fortaleza psicológica. No siempre tienen buena habilidad para afrontar. Si podemos infundir optimismo y buenas habilidades de afrontamiento y comunicación antes de que suceda algo malo, será menos probable que sucumban a ese evento adverso.
Cuando era niña, leí un libro con la cita más memorable. Fue algo como esto: "Los grandes hombres de la historia son aquellos que pueden convertir una desventaja en una ventaja". Interioricé eso, y he estado viviendo mi vida con esas palabras desde entonces.
George B. Price, 93 años
Price es un general de brigada retirado del Ejército de EE.UU. que vive en Columbia, Maryland.
Tengo que dar crédito a mi ciudad natal de Laurel, Misisipi. Todos los días cuando iba a la escuela, cantábamos el Himno Nacional. Decíamos el juramento a la bandera. En mi ciudad natal, nos criaron para creer que el servicio al país de uno era una profesión honorable y digna, y nos enseñaron a amar a nuestro país. Teníamos veteranos en nuestra comunidad que habían servido en todas las ramas del servicio. Así que teníamos modelos a seguir. También creo que fue vital que tuviéramos veteranos afroamericanos de la Primera Guerra Mundial viviendo en mi ciudad natal. Era un espíritu de comunidad. Todos se sintieron parte de eso, incluida mi hermana,
Leontyne Price, quien se convirtió en una famosa cantante de ópera.
Primero me fui de casa con una beca de fútbol para [lo que ahora es la South Carolina State University], pero estaba completamente decidido a convertirme en oficial militar. Conseguí entrar en el ROTC. En el verano posterior a mi tercer año, fui uno de los 4,000 cadetes del ROTC de diferentes escuelas que fueron a Fort Benning en Georgia, donde recibimos capacitación básica. Esto fue durante el período en que el presidente Truman firmó la orden de eliminación de la segregación de las Fuerzas Armadas, y los servicios recién estaban siendo desegregados. Así que teníamos esa situación, además de que estábamos entrenando en Georgia, donde había leyes estrictas de segregación y todos esos problemas. Trabajamos a través de eso. No fue fácil, pero nos concentramos.
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