Vida Sana
| Por la ventana se ven algunas estrellas; me meto en la cama, el perro a mi izquierda, a la derecha una radio que susurra "Moondance". Repaso las últimas 24 horas. Sin ataques de depresión angustiosa, tan profunda que duele hablar. Sin episodios de hipomanía en los que parloteaba tan rápido y con voz tan aguda como una ardilla que tomó Adderall. Sin pensamientos suicidas. En cambio, con una apreciación plena de mi café de la mañana, del cielo azul del Pacífico, de mi caminata de la tarde a la bodega de la esquina. En otras palabras, un buen día. Lo cual parece un milagro religioso considerando los innumerables días paralizantes que me han traído hasta aquí. Suficientes días de esos y uno queda tan desgastado que piensa que al final va a desaparecer completamente. Ese es el magnífico trabajo que hace el trastorno bipolar.
Después de dos semanas, mi mundo, que mostraba las cosas en un solo tono o en colores cegadores, comenzó a brillar suavemente.
Desde la adolescencia, he tenido marcados cambios de humor. Tenía momentos de euforia en que mi cerebro brillaba, repleto de ideas para escribir, filmar, tocar la guitarra cinco horas al día. A esos momentos les seguía una oscuridad tan vasta que no podía siquiera identificar a la persona que realizaba estas tareas. Eso continuó hasta que alguien me diagnosticó estos cambios abruptos... después de cumplir los 61 años.
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Una respuesta elusiva
No sé por qué esto duró tanto, mi danza con una línea de innumerables profesionales de la salud mental. Hablé sobre mi infancia. Hablé sobre mis sueños. Volví a experimentar el trauma del nacimiento. Describí mis ataques de pánico lo mejor que pude. A cambio, me dieron Valium, varias formas de bencedrina, burdos antidepresivos primitivos. Ninguno de ellos tocó la enfermedad. Seguí adelante y me las arreglé para progresar en la universidad, los estudios de posgrado y varios trabajos en revistas. Mientras una vocecita me susurraba desde adentro: repárame.
De alguna manera sobreviví, hasta que por casualidad me encontré con la salvación. Linus Abrams, un psiquiatra con consultorio privado, no se adhirió al proceso estándar para después recetar trivialidades y Prozac. Me hizo preguntas que nadie me había hecho antes. ¿Tenía deseos repentinos e irresistibles de actividad, creatividad, sexo? ¿Llamaba a mis amigos a cualquier hora, desesperado por compartir alguna idea maravillosa? ¿Tenía largos períodos en los que no podía desempeñarme y tenía pensamientos suicidas? Sí. A todas.
El comienzo del alivio
Así, en algo como una hora, 45 años de infierno se elevaron hacia la luz. “Esto no parece para nada una depresión común”, dijo el buen médico. "Creo que sufres de trastorno bipolar, bipolar II, en realidad. Voy a recetarte algo nuevo. Creo que te va a ayudar". Vi como en una película todos los años que había estado arrastrando mi problema detrás de mí, como un animal negro pudriéndose. Las horas que pasé paralizado en la cama, con mi cuaderno de notas inútilmente al alcance. Las relaciones arruinadas cuando mujeres impacientes opinaron que yo era "muy voluble". Las imágenes de esos años pasaron ante mí tan rápido como los avances de una película. Y me puse a llorar.
Lo que el Dr. Abrams me recetó fue un medicamento llamado lamotrigina. Se descubrió accidentalmente que este fármaco, creado originalmente para detener las convulsiones, derrota a la hipomanía y a su despiadada contraparte, la melancolía. Lo que para otros es simplemente un triángulo blanco con una ranura en el centro, para mí es Dios en un frasco.
Según el sitio web sobre la salud y el bienestar Sharecare.com (en inglés), el trastorno bipolar es difícil de diagnosticar porque "no existe un simple análisis de sangre o una radiografía que indique con certeza un resultado positivo o negativo". Sin embargo, incluso con ese desafío, aproximadamente seis millones de adultos luchan con la enfermedad en Estados Unidos.
Están tan cerca como mis amigos más íntimos.
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Kathy (no es su verdadero nombre, se cambió a solicitud de ella) no recibió diagnóstico ni tratamiento hasta pasados los 40 años. "Me las arreglé para eludir la enfermedad, o cubrirla, hasta después de los 30", dijo, "que fue cuando empecé a sentirla realmente. Primero, entraba en un estado maníaco. Trabajaba una cantidad ridícula de horas todos los días. Hacía salidas de compras descontroladas. Los puntos bajos eran ataques terribles de irritabilidad y depresión letal. Reaccionaba mal con la gente sin ningún motivo".
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