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Romina Andrea Magorno-Ayala

Tres generaciones se contagian con el coronavirus: un doloroso adiós a través de un cristal.


spinner image Romina Magorno junto a su mamá Cristina
Romina Andrea Magorno-Ayala con su mamá Cristina Díaz.
Cortesía Romina Andrea Magorno-Ayala

En medio de este dolor no puedo hablar de culpables. Ni siquiera puedo responder cómo fue que mi mamá Cristina Díaz, de 72 años, contrajo el coronavirus. En medio de tantas preguntas sin respuestas, lo que prevalece es mi sentimiento de culpa de no haberle dado el último beso en su mejilla. No puedo sacar de mi mente ese instante. Se convirtió en la última vez que estuve físicamente con ella.

spinner image Cristina Díaz junto a una de sus nietas
Cristina con su nieta Chloé Cristina durante una celebración familiar.
Cortesía Romina Andrea Magorno-Ayala

Antes de la llegada de la pandemia, mi vida se centraba en el cuidado de mi familia, en atender a mis clientes en mi agencia de relaciones públicas y en compartir los fines de semana con mi mamá.

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"Hoy veo que todo lo que antes era rutinario y normal, son gloriosos momentos, algunos irrepetibles". 

Romina Andrea Magorno-Ayala

Hoy veo que todo lo que antes era rutinario y normal, son gloriosos momentos, algunos irrepetibles. 

Nos invadió el temor

Mi mamá vivía con mi hermana Karen, pero siempre repartía su tiempo, especialmente los fines de semana, entre sus tres hijos: Bruno, Karen y yo. Sus nietos eran su adoración. Sean de 27 años, el hijo de Karen; Andrea de 11 y Yamilka de 20, ambas de Bruno; y Chloé Cristina, mi pequeña hija de 7 años, quien lleva su segundo nombre en honor a mi madre.

El martes 7 de julio mi mamá tuvo una caída inesperada cuando se levantaba de la cama para ir al baño. A partir de ese momento todo cambió. Según Karen, no había ninguna señal de fractura, pero que sí estaba muy débil, algo que atribuimos al Parkinson, enfermedad que se le había diagnosticado hacía apenas un año y que parecía estar avanzando agresivamente.

Decidimos que mami viniera a mi casa ese fin de semana, para animarla un poco. Estaba muy débil, apenas podía caminar, no terminaba con coherencia las oraciones, se quejaba de un dolor en un costado y tosía constantemente. Ella siempre tenía una tos seca resultado de los tratamientos médicos, pero esta vez era diferente. No tenía fiebre. Esa noche le dimos de comer porque las manos le temblaban mucho, la bañamos y entre Chloé Cristina y yo le cepillamos el cabello. La acostamos un rato y tuvo dos golpes de tos muy feos. A la mañana siguiente decidí llevarla al hospital.

A la hora y media, llegaron los resultados que temía. Mi mamá dio positivo al virus y, no solo eso, presentaba una neumonía agresiva.

“Tenemos que ingresarla. Si usted ha estado con ella, probablemente usted también va estar positiva y probablemente toda la familia”, dijo la doctora. Me quedé petrificada, aterrada. Mi primera reacción fue enviarle un mensaje de texto a mi esposo y pedirle que desinfectara la casa. Él, por su asma, y mi hija estaban en riesgo. 

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Los doctores me pidieron que me tenía que ir del hospital y que la iban a trasladar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Traté de no llorar, de no reaccionar, de mantener la calma y darle ánimos a mi mamá. El temor se apoderó de mí y por un sentido de protección de mi familia, solo atiné a besarle los pies. Nunca imaginé que aquel sería el beso de despedida. 

Batallando contra el virus: una sentencia de muerte

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Estuvo en el hospital por tres semanas. El proceso fue complicado y doloroso. Nunca pudieron estabilizar los niveles de oxígeno. Cuando la conectaron al ventilador ese fue el momento que marcó su sentencia de muerte.  Solo logró resistir cuatro días más.

Trataron de intubarla porque no solo ya no quería comer, sino que lo poco que trataba de comer o ingerir lo aspiraba. Sus riñones estaban fallando, la presión arterial demasiado baja. Dejó de hablar, no tuvimos más comunicación virtual porque nos pidieron que mejor era no molestarla. Había que concentrar los esfuerzos en mantenerla con vida.

Por mi parte, mi hija y yo batallábamos con el virus en casa. Mi hermana también se había contagiado. Pero ninguna de nuestras realidades se comparaba con la gravedad de mami. Los médicos comenzaron a prepararnos para el final.

Tuve un increíble grupo de apoyo de más de 2300 personas a través de Facebook. Todos nos unimos en oración por mi madre y nunca había sentido tanto apoyo y empatía de personas que incluso ni conocía personalmente.

Llegó la llamada en que nos dijeron que probablemente no iba a pasar de esa noche. Nos ofrecieron despedirnos a través de un sistema de video-conferencias del hospital. La enfermera nos explicó que le habláramos porque, aunque estaba en un coma inducido, ella nos podía escuchar.

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Ha sido el momento más difícil de mi vida.  Le hablé, la consolé: “Mami te queremos mucho, vas a descansar, te ves muy linda y no te preocupes que todos vamos a estar bien”, fueron mis últimas palabras.

Tuvimos que ir al hospital para firmar la autorización de desconectarla de todos los aparatos que la mantenía con una vida que no era vida. Nos dieron la opción de verla a través de un cristal. Les dije a mis hermanos que yo no quería. Preferí quedarme con la última video-llamada. Esa noche estaba muy tapada, había paz en su rostro, parecía una virgencita. Mami falleció el 2 de agosto a las 10:30 de la noche.

 

—Según relatado a Hirania Luzardo

 

Romina Andrea Magorno-Ayala es una publicista de origen chileno, radicada en Miami, donde encabeza su agencia Imagine It Media. En honor a su madre, Romina está involucrada en apoyar las investigaciones para la enfermedad de Parkinson. Romina, su hija Chloé Cristina, y su hermana Karen Baquedano lograron recuperarse del coronavirus.

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Nota del editor: Este ensayo forma parte de una serie sobre cómo vivimos los latinos en Estados Unidos el brote de coronavirus. A continuación, la lista de perfiles que forman parte de esta serie:

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