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Dos días antes de que mi querida abuelita —la mujer que me crió desde mis 4 ó 5 años— cumpliera 100 años, el abuelo paterno de mis hijas falleció a los 80, tras un derrame cerebral que generó otros problemas de salud. Era el padre de mi exesposo. Pero ante todo, en lo que a mí respecta, era el abuelo de mis hijas.
Dar la noticia de la muerte de un ser querido nunca es fácil. Preferiría cien veces recibir malas noticias que tener que darles una sola mala nueva a mis hijas. Decirles a mis niñas que su abuelo había muerto fue lo más difícil que he tenido que hacer como madre.
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Tuvimos nuestras diferencias durante y después de mi divorcio, pero siempre consideré que la relación con sus nietas se anteponía a todo. Fue el único pariente que se alegró de la noticia de mi segundo embarazo. Los demás cuestionaron mi decisión de tener otro bebé. Pues bien, ese mismo bebé heredó el pelo rojo y carácter fuerte de su abuelo. Tenían una relación muy especial.
Para mis hijas, era el abuelo que las llevaba en auto a ver a su papá. Jugaba juegos de mesa con ellas, las llevaba a la biblioteca y a tomar helado. Disfrutaban de su tiempo con él. Y ya no está.
Recibí la temida llamada de mi exesposo a la medianoche. Envuelta en tristeza, no pude conciliar el sueño. Solo pensaba en cómo y cuándo les daría la noticia a mis hijas.
Al día siguiente, me levanté algo más temprano de lo habitual, con la idea de conversar con mi hija de 15 años antes de que fuera a la escuela. Pero ella ya se había ido. A mi hija de 12 años la desperté con suavidad. En cuanto se hubo lavado la cara, me senté en su habitación y le dije que tenía una triste noticia.
“Hija, el abuelo murió anoche. Lo siento”.
Ni más, ni menos.
Abrí los brazos. Vino a mí y enterró la cara en mi pecho. La abracé con fuerza.
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