Vida Sana
En 1920, el cine mudo dominaba Hollywood. No importaban ni la nacionalidad de los actores ni sus voces. Un bello rostro y cierta calidad actoral eran más que suficiente.
Los estudios quisieron ampliar su mercado al extranjero e incorporaron rostros familiares en nuestros países. Para el mercado hispano, reclutaron a jóvenes en México por el solo hecho de retratar bien frente a una cámara. Les firmaron un contrato, los llevaron a Los Ángeles, les dieron un aspecto más glamuroso y repartieron sus fotografías a los medios con las mismas poses de las grandes estrellas (claro, con un salario menor).
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A muchos hasta les cambiaron el nombre por uno con más caché. Por ejemplo, no era creíble que un rubio fuera lanzado como Alfredo Carlos Birabén, que el próximo Rodolfo Valentino se llamara Juan Ramón Gil Samaniego, o que otro latin lover de la época triunfara como Ernesto Avila Guillén. Así que los llamaron Barry Norton, Ramón Novarro y Donald Reed, respectivamente.
Todo iba bien hasta 1927, cuando la Warner Brothers estrenó The Jazz Singer, la primera película sonora de la historia. Con ello quedaron al descubierto muchas chicas que sólo hacían muecas y expresiones silentes, pero no convencían al hablar en inglés porque sus voces eran gruesas o chillonas. De los hombres, ¡oh, decepción!, unos tenían voces demasiado delgaditas para exudar testosterona en sus personajes.
Entonces vino otro problema: ¿Cómo hacer películas para el creciente mercado en español si las grandes estrellas sólo hablaban inglés? Como aún no existían ni el doblaje ni los subtítulos, la única pero costosa solución fue filmar simultáneamente versiones de sus mejores cintas, con actores latinos traídos principalmente de México y España, y en algunos casos, de Argentina y Cuba.
Mientras tanto, para no perder la audiencia en países latinos, los estudios pusieron a hablar español a grandes figuras como El Gordo y El Flaco, apoyados por unos cuantos actores latinos para distraer la incomprensible pronunciación de Stan Laurel y Oliver Hardy.
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