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El aislamiento y la soledad en un centro de vivienda asistida

Cómo una madre de 93 años y su hija enfrentan la separación causada por el coronavirus.


| No es sorprendente para una mujer que fue maestra de primaria en una escuela de una sola aula en Jackson, Misuri: una tarea difícil para cualquier maestra. Cada mañana temprano encendía la estufa y barría el aula antes de que comenzaran a llegar los alumnos. En cualquier momento dado tenía alumnos de cuatro grados distintos en un salón muy concurrido, y ella era responsable de educarlos a todos. Continuó dedicándose a esta profesión con entusiasmo en varias escuelas (con más aulas) hasta los 33 años, cuando se casó.

Durante la Gran Depresión, la familia de Hoxie perdió la granja en la que ella había crecido. Cuando se vieron obligados a mudarse a la ciudad, sus padres lavaban ropa, planchaban, e incluso limpiaban las casas de los vecinos. Sin embargo —según le contó a su hija— el mayor reto fue ayudar a su esposo Frank, con quien estuvo casada 48 años, a sobrellevar una década con la enfermedad de Alzheimer antes de morir, hace casi doce años. Incluso entonces, creía firmemente que tenía un trabajo que hacer, por lo que puso manos a la obra sin quejarse.

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Y ahora, sucede esto. Al igual que muchas otras personas en el país, Hoxie enfrenta los retos de la pandemia de coronavirus, que la obligó a permanecer semiaislada en un apartamento pequeño con una sala, un dormitorio y una pequeña cocina, en el segundo piso de un centro de vivienda asistida de Arlington, Virginia. Desde la propagación de la COVID-19 y la triste realidad de que afecta en cantidades alarmantes a las personas mayores y a quienes tienen problemas de salud, las actividades cotidianas se han interrumpido en los centros para proteger a sus residentes vulnerables. Para Hoxie, no hay más charlas con los demás residentes durante las comidas grupales ni reuniones para ver películas, participar en jugar o hacer otras actividades. Además, a raíz de la decisión que el centro tomó el 19 de marzo de prohibir todas las visitas no esenciales, no puede ver a su única hija, quien la visitaba muy seguido con una bolsa de comestibles, un poco de chismes o, por lo menos, una sonrisa.

No es solo que Hoxie ahora esté legalmente ciega, que tenga insuficiencia cardíaca congestiva y un ritmo cardíaco irregular, además de padecer la incómoda hinchazón que con frecuencia acompaña el edema.

 “Es bastante solitario cuando no ves a nadie excepto, a veces, a las personas que trabajan aquí”, relata en una llamada telefónica. “No importa cuántas horas de televisión mires ni lo que sea, no reemplaza a las personas”.

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Mildred Hoxie, de 93 años, con su hija, Margaret Kaplan.
Cortesía de MARGARET KAPLAN

Se ha escrito mucho sobre la gran cantidad de muertes en los hogares de ancianos, los centros de rehabilitación y los hospitales en todo el país, pero hay muchas personas mayores que a pesar de sentirse físicamente bien, sienten los efectos del aislamiento emocional a medida que los días solitarios se convierten en semanas.

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La hija de Hoxie, Margaret Kaplan, que ahora tiene prohibido visitar a su madre, debe compartir novedades por teléfono desde la casa de vacaciones de la familia en Swanton, Maryland, donde se hospeda temporalmente con su esposo. Por el bien de la salud de su madre, Kaplan se alegra de que se hayan prohibido las visitas en el centro de vivienda asistida.

“Para mí, lo más difícil es lo desconocido,” señala Kaplan, una exmaestra que vive en McLean, Virginia.  Hace siete años, antes de que la salud de su madre comenzara a deteriorarse, trasladó a Hoxie de St. Louis a Sunrise en Bluemont Park para que su madre estuviera más cerca y pudiera socializar y cenar con otros residentes sin dificultad, además de sentirse parte de una comunidad más grande.  Sin embargo, para Hoxie esa gran comunidad de apoyo de pronto se ha reducido a un pequeño círculo de una persona.

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Para Kaplan, que está acostumbrada a ver a su madre con frecuencia, ser una hija cariñosa desde lejos se ha vuelto mucho más difícil, si no confuso. Cuando visitaba a su madre con frecuencia llegó a conocer a todo el personal del centro, y podía ocuparse de Hoxie con sigilo según lo que observaba.  Ahora todo su contacto es por teléfono.

“Es difícil ocuparme de sus necesidades cuando no estoy allí”, señala Kaplan. “Ya no puedes ser un segundo par de ojos cuando no puedes estar en el sitio”.

Su recurso principal es llamar a su madre varias veces por día. Debido a que Hoxie no ve bien, las videollamadas por FaceTime no le sirven de mucho. Sin embargo, a pesar de que tal vez no vea el rostro de su hija, espera con ansias cada llamada telefónica. “Tan solo escuchar su voz me hace sentir que está aquí, a pesar de que no sea así”, explica Hoxie.

Kaplan continúa encargando alimentos para enviar a su madre, quien todavía usa el microondas para preparar su desayuno, que consiste en café instantáneo Folgers y un tazón de avena con media banana, una rebanada de pan tostado con mantequilla y mermelada, y un vaso de jugo de naranja. Hoxie todavía podía ver bien cuando se mudó a Sunrise años atrás, por lo que prácticamente ha memorizado la distribución de espacios de su apartamento.

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Lo más difícil para la antigua maestra es preparar el almuerzo y la cena, que solía compartir con otros comensales a quien también considera amigos. Ahora esas comidas simplemente se le envían con un llamado a la puerta, después de lo cual Hoxie se enfrenta al triste panorama de comer sola. En ese momento enciende el televisor o escucha un audiolibro para sentirse acompañada.

El ejercicio es limitado para Hoxie, quien camina con habilidad por su pequeño apartamento, aunque con cuidado, “porque si no sigo caminando, me derrumbaré”, señala.

Kaplan se preocupa no solo por su madre sino también por los demás residentes, de quienes se ha hecho amiga con los años. “Ya no puedes establecer esas conexiones cuando no es posible estar en el sitio”, señala.

Kaplan y su madre han conversado sobre la difícil realidad de que podrían pasar meses antes de que se puedan volver a ver. Es muy difícil para las dos. Pero es más difícil imaginar la posibilidad de que Hoxie también se pueda infectar con el temido virus.

Sin embargo, Kaplan señala que su madre le ha dicho que está emocionalmente preparada para esa posibilidad. “Dice que tiene 93 años y que ha vivido mucho más de lo que pensó que iba a vivir”, explica Kaplan. “Se siente en paz con lo que sea que pueda suceder”.

Mientras tanto, madre e hija han aceptado el juego de la espera del coronavirus. “Es aterrador pensar que esto podría continuar durante mucho, mucho tiempo”, dice Hoxie. “¿Qué otra cosa puedo hacer?”

Incluso a los 93 años, la antigua maestra continúa aprendiendo, pero la lección de vida nunca ha sido tan difícil.

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