Crecer en el West Side significaba jugar al stickball, stoopball y a las canicas en el medio de la calle con tus amigos. Una de las actividades principales era andar en patineta en la bajada entre la Novena y la Décima Avenida, que se extendía por casi tres cuadras. “Éramos muy pobres, de manera que nos armábamos nuestras propias patinetas —cuenta Montero—. Tomábamos los cajones de frutas que los supermercados desechaban y cortábamos una base de dos por cuatro.
Después le colocábamos una caja arriba, le clavábamos unas ruedas de patines viejos y obtenías una patineta que corría bastante bien”.
Montero no vio la producción original de Broadway de Amor sin barreras; pero recuerda haber pensado que la película era “extraña” y que no se parecía en nada al lugar y a la gente —que incluía a griegos, italianos, puertorriqueños— que él conocía. “La película tiene una parte donde uno de la pandilla toma un cuchillo y lo utiliza para atacar a otro, y otra parte donde se utiliza un revólver para matar a Tony —señala Montero—.
La verdad es que no teníamos armas. De hecho, los grupos las despreciaban. Si alguien pensaba que tenías un arma, eras considerado un cobarde, y nunca supe o escuché que alguien tuviera una… Como si no fueras lo suficientemente rudo como para pelear desarmado, con los puños”.
Por otro lado, dice Montero con una carcajada, “nuestro grupo tenía a Tony”.
Tony Emanuel era el mejor amigo de Montero, y su alter ego. “Tony era alto, grande; podía ganarle a cualquiera —dice Montero—. Tenía manos que parecían guantes de boxeo y cada uno de sus dedos era grueso como un pulgar”.
TONY y EDITH EMANUEL
Hasta el día de hoy, el dedo índice de la mano derecha de Tony Montero —quien ahora tiene 81 años— está levemente torcido. Es un recuerdo de la vez que peleó con un grupo de cinco adolescentes que andaban buscando problemas.
“Fue en el Central Park, adonde fui con dos amigos, y allí estaban esos muchachos que comenzaron a molestarnos —recuerda Emanuel, quien vive en Titusville, Florida—. Peleé con ellos. A uno le pegué en la cabeza y, hasta hoy, mi dedo está torcido”.
Cree que se lo fracturó, cuenta. Pero para los muchachos de la Hell’s Kitchen, sufrir una fractura no era nada si se lo comparaba con la otra alternativa: la ira de los padres si se enteraban de que habías estado en una pelea. “Ante todo, no quería que mi madre lo supiera”, dice, con su acento de Nueva York, tan claro como la silueta del edificio del Empire State recortándose en la línea de rascacielos de la ciudad.
Emanuel es hijo de inmigrantes griegos y, desde 1927 hasta 1950, vivió en un edificio de 12 apartamentos, donde todos los inquilinos eran griegos. El ruidoso sonido del tren “ele” formaba parte de los sonidos diarios del barrio, junto con las conversaciones que se sucedían a través de las aceras y de ventana a ventana, a medida que la gente gritaba saludándose o intercambiando chismes. Todo formaba parte de la cacofonía de la Hell’s Kitchen, que los residentes debían tolerar. “Algunas veces, algunos borrachos comenzaban a cantar bajo la ventana, a las 3 a. m. —recuerda Emanuel, refiriéndose al único sonido que le molestaba—. Les vaciábamos baldes llenos de agua y nos escondíamos rápidamente. Eso los calmaba”.
Su papá era zapatero y su mamá tejía ropa de bebés a crochet. La mayor parte de los años adolescentes de Emanuel se dividieron entre ir a la escuela y trabajar para ayudar a sus padres a pagar las cuentas. “En la Hell’s Kitchen, todos éramos hijos de inmigrantes —dice—. No teníamos mucho y trabajábamos arduamente para conseguir lo que teníamos”.
Aun con sus seis pies de altura, en sus primeros años de adolescencia, Emanuel no era uno de los tipos rudos de la Hell’s Kitchen. No rondaba por las calles buscando problemas como hacían otros grupos de chicos en esos tiempos. Pero cuando los problemas lo encontraron a él, no se acobardó. “Eran chicos peleadores, los presumidos —cuenta—, pero yo no estaba asustado. Tenía la astucia de la calle; no iba a estar bromeando cuando las cosas se pusieran serias, cuando se pusieran difíciles”.
Amor sin barreras se centró en el odio entre la juventud puertorriqueña y los hijos de inmigrantes europeos; pero en realidad, durante mucho tiempo, la enemistad más encarnizada fue entre los grupos de jóvenes de diferentes orígenes europeos. Los puertorriqueños, quienes fueron, por mucho tiempo y hasta que resultaron más numerosos, un enigma para la Hell’s Kitchen, eran muchas veces adoptados por otras pandillas no latinas. “No sabíamos mucho acerca de los puertorriqueños, ni pensábamos acerca de ellos, hasta que se abrió un restaurante puertorriqueño”, relata Emanuel.
De modo que, cuando Emanuel comenzó a citarse con una joven puertorriqueña llamada Edith Garcia, a quien vio por primera vez en una boda a la que había asistido sin ser invitado, la reacción entre sus amigos y familiares no fue en nada parecida a la condena que sufrió Tony en Amor sin barreras. “Edith era de tez rubia, al igual que toda su familia —cuenta Emanuel acerca de su esposa, con quien está casado hace 58 años—. Se parecía a cualquier otra chica del barrio, excepto que muchas de las chicas griegas no eran tan lindas”.
Como la mayoría de las chicas, Garcia pasaba la mayor parte del tiempo en su hogar —por disposición de la casa—. “Mis padres querían que mis hermanas y yo estuviéramos en casa, no en la calle —señala Edith—. A mis padres les gustaba Tony; no fue un problema que tuviéramos orígenes distintos”.
REUBEN TORRES
Mientras fue estudiante de la escuela católica del Sagrado Sacramento, en el West Side de Manhattan, Reuben Torres nunca tuvo recreos en el patio de la escuela. Las monjas mantenían a los niños en el gimnasio, a salvo de los proxenetas, de los traficantes de drogas y de las prostitutas que acechaban en el vecindario. “Toda el área era muy peligrosa”, recuerda Torres, de 47 años. Sus padres, inmigrantes colombianos, le permitían volver a su casa caminando desde el colegio, hasta el día en que lo asaltaron.
“Tenía siete años, y estaba saliendo del McDonald’s que estaba cerca de mi edificio —cuenta Torres—. Mientras iba hacia el lugar de juegos, estos dos tipos se me acercaron y me dijeron: ‘Cierra los ojos y danos el dinero; no abras los ojos’”.
Torres caminó hasta su casa sollozando. En el camino, los miembros de una pandilla, que había visto muchas veces en el área, le preguntaron qué le había pasado. Le pidieron que describiera a los ladrones. “Me dijeron: ‘si pertenecen a otra pandilla, los encontraremos y nos ocuparemos de ellos’”.
Después de este incidente, los padres de Torres no le volvieron a permitir que caminara solo por la calle o que jugara afuera. “Me pareció tan drástico en ese momento [que] mi madre no me dejara salir —dice—. Cuando fui adolescente, intenté rebelarme”.
Las pandillas, recuerda, tenían un cierto encanto. “Vestían chaquetas de cuero negras con insignias —sigue recordando—. Eran malos, rudos; tenían a sus chicas. Uno crecía pensando: ‘voy a ser como ellos’”. Mirando hacia atrás, dice: “estoy agradecido de que mis padres me mantuvieran dentro de casa. Eso me mantuvo alejado de los problemas”.
El retrato de la Hell’s Kitchen de Amor sin barreras resuena con Torres, quien está esperando la nueva producción de Broadway. “No vi el musical, pero la película reflejaba bastante bien el ambiente que se vivía allí”, dice Torres, quien actualmente vive en un frondoso suburbio de Nueva Jersey y dirige un programa de radio por internet llamado Let’s Get Real with Reuben Torres.
Tanto a él como a su tía, Elsa Acosta, quien aún vive en el West Side, les gustó la película.
“Mostraba la verdad; existían las pandillas, existía el peligro —dice—. Recuerdo que en la escuela, muchos de los niños estaban realmente orgullosos de que se hubiera hecho una película sobre el West Side, sobre su área”.
Ahora, mientras espera que Amor sin barreras regrese a Broadway, Torres reflexiona sobre la ironía que representa que un niño que creció en la ciudad disfrute de una vida suburbana, totalmente común. “Como crecí en un área urbana, nunca pensé que viviría en los suburbios o en un lugar como Maplewood —relata—. Y cuando regreso (al West Side) a visitar a mi tía, encuentro que, ahora, es un lugar muy caro, muy chic. Es el lugar donde hay que estar”.
ELSA ACOSTA
Elsa Acosta, de 82 años, sostiene que existían dos West Side: el lado cálido, generoso y amistoso que existía en los edificios, en los negocios y en los lugares para comer étnicos, y el otro, el de las calles, que se caracterizaba por las drogas, la depravación, los vagabundos y la violencia.
“Simplemente, no se podía estar afuera en la calle cuando oscurecía —cuenta Acosta, quien todavía vive en Manhattan, en el mismo lugar de siempre, en la Calle 72 y Broadway—. El vicio y el peligro controlaban las calles, y, si no eras parte de eso, no tenías nada que hacer allí afuera; te asegurabas de estar en tu casa, segura, lejos de ese mundo”.
Acosta llegó a Nueva York desde Colombia, en 1963, cinco años después de que Amor sin barreras hubiera hecho su debut en Broadway, y un año después de que llegara a los cines. Los perros calientes costaban 5 centavos y la renta de su apartamento de un ambiente era de 58 dólares al mes. Para ese entonces, muchos sectores de Nueva York rebosaban de puertorriqueños y otros hispanos. “Todos en el edificio eran latinos, de todas partes del Caribe y de Latinoamérica—cuenta Acosta en español, el idioma con el que, aún hoy, se siente más cómoda—. Nos contábamos historias de nuestros países de origen, probábamos platos de comida de otros lugares. Era una experiencia realmente enriquecedora y educativa”.
La segregación se instaló, como sucede a menudo con lo que los sociólogos denominan el “punto de inflexión”, cuando un grupo se convierte en el 15% de la población de un área, forma un enclave y comienza a buscar soporte social y cultural. “Por lo general, nunca hablaba con norteamericanos—cuenta Acosta, quien trabajaba en una fábrica de juguetes—. No podía hablar inglés y no me gustaba encontrarme en la embarazosa situación de no poder expresar mis pensamientos o sentimientos en palabras”.
Para ese entonces, las calles de Nueva York eran extremadamente peligrosas —ya no era el lugar donde pandillas de jóvenes aburridos rondaban alrededor de los barrios, esperando que otro grupo los mirara de una forma desagradable para iniciar una pelea. Había armas, drogas pesadas, prostitución. El fastidio de una juventud díscola había cedido el lugar a los crímenes, la clase de crímenes que llevan a la prisión, a veces por un largo tiempo e, incluso, a la muerte. Elsa recuerda que “cruzando la calle desde donde yo vivía, estaba el parque de la aguja [Needle Park], debido a todos los drogadictos que se reunían allí”.
Regresar a su hogar, después del trabajo, por la noche, significaba pasar por encima de vagabundos que estaban borrachos, cuenta. “Se tiraban a dormir cerca de los edificios, en las entradas, dondequiera que cayeran, y ahí perdían el conocimiento —añade—. La policía estaba por todas partes. Parecía como si viviéramos en un estado policial, pero eso lograba que el resto de nosotros nos sintiéramos a salvo. Teníamos a esos grandes y macizos policías de origen irlandés parados en las esquinas”.
A mediados de los setenta, los funcionarios de la ciudad se pusieron como objetivo “aburguesar” la Hell’s Kitchen y los barrios que la rodeaban, elevando los precios hasta expulsar a los más pobres. El control de los precios sobre los arriendos permitió a unos pocos, como Acosta, permanecer y ver como el West Side pasaba de ser un barrio bajo a un área de moda y de altos precios.
Los apartamentos de un ambiente en el edificio de Acosta ahora se rentan a, por lo menos, 2.000 dólares al mes, valor que no incluye los servicios. Una de las propiedades más requeridas es The 505, un lujoso condominio construido en el 505 de la Calle 47 Oeste, donde un apartamento, de un dormitorio, de 637 pies cuadrados está valuado en 730.000 dólares —lo que no incluye los costos mensuales de 625 dólares ni el impuesto anual de 6.000 dólares—. El edificio, parecido a otras altas y lujosas construcciones que reemplazaron a las casas de los inmigrantes, ostenta cocinas con gabinetes artesanales italianos y mesones de mármol dorado de Calacatta y pisos de bambú carbonizado.
“Es un lugar diferente —dice Acosta, refiriéndose a su barrio de Manhattan—. Ahora hay muy pocos latinos, no hay mucha gente con quien hablar. Pero el peligro se fue, y ¿quién podría quejarse de eso? Estoy orgullosa de poder entrar en el edificio a casi cualquier hora del día o de la noche. Y esos policías irlandeses ya no están más por aquí”.
Entonces, reflexionando, añade: “Todavía guardo en la memoria la camaradería y los buenos tiempos, y eso también era parte del West Side”.
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