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El fiel relato de mi vida con antidepresivos

Como millones de otras personas, he tomado medicamentos por muchos años. ¿Debería preocuparme?


spinner image Meg Grant y su esposo Greg
Meg Grant con su esposo, Greg.
FOTOGRAFÍA FAMILIAR CORTESÍA DE LA ESCRITORA

¿Cómo se siente padecer ansiedad grave y depresión? ¿Por qué existe un gran estigma en torno a su tratamiento? En un relato íntimo en primera persona, Meg Grant de AARP revela su lucha secreta de 30 años contra esta enfermedad y pone fin al ciclo de vergüenza que la rodea.

En el otoño de 1985, vivía una vida bastante feliz. Tenía 26 años, estaba enamorada locamente de mi esposo, Greg, y me entusiasmaba instalarnos en nuestro nuevo hogar en Seattle. Hacíamos buena pareja: ambos exitosos y luchadores intrépidos, listos para abandonar el smog del sur de California y recomenzar la vida en el aire puro del Pacífico noroccidental. Conseguí trabajo como redactora de artículos para el Seattle Times; Greg comenzó a trabajar como psicólogo clínico en el respetado Western State Hospital. Nos mudamos a una acogedora casita de una habitación en Queen Anne Hill con vista al lago Union. Hicimos nuevos amigos con facilidad y nos encontrábamos con ellos para cenar y brindar en nuestros restaurantes preferidos, tales como McCormick’s Fish House y el Greenlake Grill. Los fines de semana, íbamos a Pike Place Market o nos aventurábamos a las islas de San Juan o British Columbia para estadías románticas en diminutos establecimientos de habitación con desayuno. Greg y yo vivíamos el presente casi vertiginosamente, pero también nos entusiasmaba lo que esperábamos sería un futuro maravilloso y gratificante.

Era una noche de octubre común y corriente, ahora recuerdo, el final feliz de un domingo lluvioso normal, cuando me desperté sobresaltada de un sueño profundo, con el corazón latiéndome fuerte y una oleada de adrenalina circulándome como fuego por el cuerpo. Los oídos me zumbaban, tenía espasmos musculares en las piernas y se me cerraba la garganta. Y lo que fue peor aún: no sabía dónde estaba y ni siquiera quién era.

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Deben haber pasado cinco minutos antes de que pudiera acordarme dónde —la avenida Bigelow en Seattle— y quién: yo, Meg, una periodista joven y exitosa, esposa, casada con un hombre maravilloso que me amaba. Desperté a mi esposo, deambulé por la sala y luego salí corriendo a la calle, donde me doblé en dos, luchando por recuperar el aliento.

“¡Llévame al hospital!”, exigí. En vez de eso, Greg me llevó de vuelta a la casa y me calmó, diciéndome que probablemente había tenido un sueño que me desorientó. “Estamos en un lugar nuevo”, dijo, haciendo el papel de un terapeuta. “Es normal que a veces sientas miedo”. Se las arregló para convencerme, todavía temblando, para que regresara a la cama, donde me abrazó con fuerza. Con él a mi lado, me di vueltas en la cama hasta el amanecer.

Más tarde ese día, mi internista sugirió que podría estar teniendo una reacción adversa al medicamento para el asma que había estado tomando por un año. Dejé de tomarlo de inmediato. Pero tres semanas después, las manos todavía me temblaban, casi no dormía y tenía que obligarme a comer. Andaba en un estado de angustia todo el día, todos los días, convencida de que me estaba enloqueciendo y que acabaría en un hospital psiquiátrico. Fui a sesiones de terapia dos veces por semana y nadé 100 vueltas diarias en la piscina de la YWCA para eliminar la ansiedad. Hasta me ofrecí voluntariamente a someterme a hipnosis en una clínica de medicina alternativa, pero nada funcionó, y mi desesperación se convirtió en una depresión.

Mi madre, una católica devota, casi me gritó por teléfono: “¡Has perdido el control! ¡No has ido a la iglesia lo suficiente!”. Mi padre, un cirujano, dijo que yo era demasiado inteligente para necesitar un terapeuta. Mi esposo no siempre dio las respuestas que yo deseaba escuchar. “Es mejor no tener nunca una crisis nerviosa que esperar recuperarse de una”, dijo una vez cuando pregunté, aunque fue mil veces más comprensivo que la mayoría de los otros compañeros lo hubieran sido. Sin embargo, ese invierno me asusté más de una vez —y siempre mientras estaba recostada en la bañera— al imaginarme que una manera sencilla de terminar con el dolor sería hundirme en el agua y quedarme allí.

Y por eso a fines de enero de 1986 hui al hogar de mis padres en Phoenix. Mi padre, asombrado por mi estado de salud, me envió a un psiquiatra, quien dijo que yo padecía una depresión grave, junto con lo que se conoce como trastorno de angustia. Me recetó por un mes Ludiomil, uno de los primeros antidepresivos tetracíclicos, el cual, en cuestión de una semana, me disminuyó la ansiedad lo suficiente como para permitirme dormir. Regresé a Seattle y comencé un tratamiento con un psiquiatra holandés amable y compasivo llamado Johan Verhulst. Durante todo este período, no falté al trabajo ni un día y no le conté a nadie que no formara parte de mi familia o mi círculo de confianza sobre mi diagnóstico. Sería mi secreto, mi lucha escondida, por los próximos 30 años.

Debido a que mantuve oculta mi enfermedad, me sentí tremendamente distanciada y avergonzada. No tenía ni idea de que no era la única con este desasosiego. Uno de cada cuatro adultos en Estados Unidos, aproximadamente 61.5 millones de personas, padecen enfermedades mentales durante un año determinado. Quince millones de personas en EE.UU. viven con depresión mayor; 42 millones padecen trastornos de ansiedad. Tristemente, muchos nunca buscan tratamiento, lo que podría explicar por qué el suicidio es la décima principal causa de muerte en Estados Unidos, según la National Alliance on Mental Illness (Alianza Nacional para Enfermedades Mentales).

Para mí, recobrar la salud fue un proceso difícil y gradual. Por meses, mis síntomas iban y venían como mareas perniciosas. Un día podía disfrutar una comida o hablar con mi hermana por teléfono sin llorar; el siguiente, nada parecía real, incluso yo misma. Estaba atontada, insensible y desanimada. Me incomodaba viajar, conocer nuevas personas y pasar tiempo sin planificar, y eso rápidamente se convirtió en un sentimiento impreciso de caer en picada, luego ansiedad, luego desesperanza de volver a sentirme de manera normal. De hecho, parecía que simplemente anticipar lo que veía como el próximo e inevitable episodio de angustia lo causaba. Cuando le confesé al Dr. Verhulst sobre este ciclo de tenerle miedo al miedo, me tranquilizó con un sencillo enunciado: “No tienes la culpa de tu enfermedad, Meg, más de lo que un epiléptico tiene la culpa de padecer epilepsia”. También aumentó mi dosis de Ludiomil, lo cual me causó sequedad de boca, estreñimiento y fatiga, pero me disipó la angustia. Para vivir sin la angustia, valía la pena padecer los efectos secundarios.

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spinner image Meg Grant frente a un auto
“Un día podía disfrutar una comida o hablar con mi hermana por teléfono sin llorar; el siguiente, nada parecía real, incluso yo misma,” dice Meg Grant.
Fotografía familiar cortesía de la escritora

Un año después, me sentía mejor pero todavía estaba frágil. El Dr. Verhulst me animó a cambiarme a Prozac, el primero de una categoría nueva de antidepresivos con muchos menos efectos secundarios que los tetracíclicos. Prozac aparentemente funcionaba al bloquear la recaptación de serotonina (un químico que produce una sensación de bienestar) en el cerebro. Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, o ISRS, probablemente les parecieron medicamentos milagrosos a los psiquiatras en esos tiempos, pues los recetaron no solo para la depresión sino también para la ansiedad, el dolor crónico, el trastorno obsesivo compulsivo, el síndrome premenstrual y más. Muy pronto, los ISRS se convirtieron en la categoría de medicamentos recetados más comúnmente en EE.UU. De Prozac provino Zoloft, del cual provino Paxil; en la actualidad, se surten más de 260 millones de recetas para antidepresivos todos los años. (Para darle contexto a ese número, la población total de EE.UU. es 321 millones de hombres, mujeres y niños). ¿Quiénes son los que más los usan? Los boomers como yo, que luchamos por salir adelante en la madurez de nuestras vidas. Según el National Center for Health Statistics (Centro Nacional de Estadísticas de Salud), la proporción de personas de edades entre 45 y 64 que toman antidepresivos se disparó de un 3.5% entre 1988 y 1994 a un 14.3% entre el 2009 y el 2012.

Y por motivos tan variados y complejos como los síntomas que nos llevaron a tomar estos medicamentos, no hemos dejado de tomarlos. Estoy muy consciente de que no fueron diseñados para ingerirlos por un plazo indefinido. Los médicos normalmente recomiendan un tratamiento de seis a nueve meses, o hasta bastante después de que los síntomas se alivien. Sin embargo, he seguido tomando los medicamentos, excepto durante los 48 meses que comenzaron antes de mi primer embarazo en 1989 y terminaron luego de mi segundo en 1992. Eso es la mitad de mi vida. Y no soy la única: un análisis publicado en el 2014 en la Journal of Clinical Psychiatry descubrió que el uso a largo plazo de antidepresivos (definido como 24 meses o más) ha aumentado vertiginosamente en el siglo XXI. Más de dos tercios de quienes usamos antidepresivos dicen usarlos a largo plazo, y la gran mayoría de los “veteranos” se concentran en grupos etarios de 45 años o más. Eso puede equivaler a un máximo de 5 millones de boomers, lo cual a lo mejor no es de sorprender para una generación que alcanzó la mayoría de edad creyendo que existe una píldora para todo.

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No obstante, existen muchas preguntas sin responder: ¿nosotros los veteranos arriesgamos nuestra salud de maneras que no se han demostrado? ¿El tomar píldoras sin fin representa un apoyo químico o un enfoque racional al tratamiento de una enfermedad crónica? ¿Los medicamentos son lo suficientemente adictivos como para desalentar suspenderlos? O, para plantear las preguntas de manera personal: ¿debería preocuparme?

Planteé mis preguntas a algunos de los principales expertos en salud mental del país, y descubrí que cuesta trabajo obtener respuestas fáciles. La mayoría reconocieron que puede ser extremadamente difícil suspender los ISRS y otros antidepresivos. “Algunas personas han tratado de detenerse y experimentaron síntomas de abstinencia, tales como aumento de la irritabilidad o ansiedad”, dijo Matthew Rudorfer, M.D., subdirector para investigaciones de tratamientos en el National Institute of Mental Health (NIMH, Instituto Nacional de Salud Mental). “Ellos por lo tanto supusieron que se estaban enfermando y se apuraron a comenzar a tomarlos de nuevo. Esa podría ser la respuesta incorrecta. Algunas personas necesitan ir disminuyendo poco a poco y por un largo período para suspenderlos. Estos medicamentos nunca se deben dejar de tomar de golpe”.

Me lo dices a mí. Después de haber tomado medicamentos por dos años, en 1988 le dije al Dr. Verhulst que me sentía lo suficiente bien como para suspenderlos. Él recomendó que disminuyera mi Prozac diario de manera muy gradual. ¿Le presté atención? No. Demasiado confiada, recorté de inmediato mi dosis a la mitad. ¡Zas!

spinner image Meg Grant
Mientras cubría los derechos de pesca de los indígenas de Estados Unidos en el Pacífico noroccidental para la revista PEOPLE en 1988.
Fotografía familiar cortesía de la escritora

En cuestión de días —el 25 de marzo de ese año, para ser exacta— mis síntomas volvieron a aparecer: calambres musculares en los muslos, manos temblorosas, el familiar nudo seco en la garganta. Y demasiado pronto, esos antiguos pensamientos obsesivos sobre enloquecerme y ser encerrada en un hospital psiquiátrico regresaron con toda su fuerza.

Días después, estaba de regreso en el consultorio del Dr. Verhulst, donde acordé disminuir progresivamente el Prozac de manera mucho más gradual. Me llevó seis meses dejar de tomarlo por completo, y para ese entonces Greg y yo nos habíamos mudado a Miami para comenzar nuevos empleos apasionantes: yo como jefa de la oficina para la revista People y Greg como psicólogo para el Tribunal Infantil del Condado Miami-Dade. Ahora que estaba libre de medicamentos, Greg y yo nos sentimos listos para comenzar una familia, y en 1990 le dimos la bienvenida a una bebita preciosa.

Mi vida sin medicamentos era bastante hermosa. Sí, estaba mejor. Y sí, fue liberador no depender más de un apoyo químico. Pero lo más importante era que se iba apagando mi sensación de distanciamiento. Ahora me podía considerar como parte del montón; una mujer sana quien, junto con mi esposo, acababa de comenzar una familia. Era algo que, cuando estaba sumida en mi enfermedad, temí que me sería negado.

Recuerdo esos cuatro años sin antidepresivos como un alegre pero ocupado borrón de criar bebés —decorar una habitación de bebé, cambiar pañales, contratar a una niñera— mientras lo equilibraba con mi carrera. Sin embargo, después de que nació nuestro segundo bebé, un niño robusto, aparecieron señales de una recaída. Mi hija estaba a punto de empezar el preescolar, y recuerdo vívidamente que me horrorizaba la primera reunión para los padres. ¿Sería incapaz de hablar? ¿Me desmayaría? Casi de inmediato, los síntomas físicos regresaron. Las manos me temblaban, las piernas me dolían y se me cerraba la garganta. Pronto regresó la antigua tristeza, emparejada con un malestar sofocante.

Programé con rapidez una cita con un psiquiatra nuevo. Sin dudarlo, me volvió a recetar Prozac. Yo sabía que los ISRS no surten efecto de inmediato (a veces requieren semanas para actuar), pero pasaron tres meses sin aliviarme. Lo próximo que intenté fue Zoloft, de nuevo sin éxito (con lo que quiero decir, tres meses más de ansiedad y desesperación implacables). Finalmente, un colega de Greg nos recomendó Effexor, un medicamento relacionado con los ISRS que funciona bien para personas con depresión quienes, como yo, también padecen trastorno de angustia. Por fin las olas rompientes del miedo y la desesperanza comenzaron a hacerse a la mar.

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Aunque mis síntomas generales durante esa recaída no eran peores que cuando aparecieron siete años antes, me demoró más tiempo —dos largos años— recuperar la sensación de estabilidad. Lo consulté con Paul Summergrad, M.D., el expresidente inmediato de la American Psychiatric Association (Asociación Estadounidense de Psiquiatría), quien explicó por qué demoró tanto. “Puedes terminar teniendo taquifilaxia, lo que sucede cuando el medicamento pierde su eficacia”, dijo. El motivo no está claro. Algunos expertos señalan una dinámica llamada tolerancia oposicional: un cerebro medicado deja de producir serotonina de manera natural en algunas personas, lo cual hace que los síntomas empeoren hasta el punto en que la dosis previa —o el medicamento— deja de funcionar.

Debería mencionar que a diferencia de muchos otros que padecen depresión, he podido evitar la hospitalización. Con la ayuda de mi esposo, crie exitosamente dos hijos encantadores. Pude seguir avanzando en mi carrera, en parte porque el enfoque requerido por mi trabajo —hacer reportajes, escribir— sirvió para distraerme del dolor interno.

Pero ya era suficiente. Una vez que me recuperé de mi recaída en 1992, decidí seguir tomando una dosis baja de los medicamentos por un plazo indefinido. Eso es debido a que las investigaciones demuestran que el riesgo de una recaída aumenta con cada episodio de depresión clínica. “Si tienes dos o por cierto tres episodios”, dijo Summergrad, “el consejo es seguir tomando medicamentos por más tiempo, por un período continuo y en esencia indefinido”.

Esa era yo, medicada y bajo el cuidado de un médico por “un período indefinido”, y trataba de asegurarme de que eso sería inocuo. Kenneth Duckworth, M.D., director médico de la Alianza Nacional para Enfermedades Mentales, me dijo que era difícil asegurarse por completo. “Los medicamentos se prueban por semanas o meses, no años, para obtener la aprobación de la FDA”, dijo. “Una vez que están en el mercado, dependemos de los informes voluntarios sobre los efectos secundarios”. Hasta ahora he notado pocos efectos secundarios de mi uso de los ISRS, aunque otros pacientes han dicho que tienen más magullones y hemorragias, además de un riesgo un poco más alto de fracturas óseas.

Si se dejan de lado esas posibilidades, Maurizio Fava, M.D., un experto en los ISRS en Massachusetts General Hospital, dijo: “No ha habido ningún episodio adverso concreto asociado con el uso a largo plazo de los antidepresivos”.

Ese tipo de certeza médica me tranquilizó —temporalmente—, hasta que le pregunté su opinión a Rudorfer del NIMH. “Tardó muchos años determinar que los antipsicóticos más antiguos podían causar discinesia tardía, un trastorno neurológico permanente y atroz”, dijo. “No parece haber nada así de drástico con estos antidepresivos, pero hablamos de medicamentos que introducimos en el cerebro de manera intencional, y eso se debe tomar muy en serio”.

Así que millones de nosotros los veteranos debemos vivir con la incertidumbre sobre los medicamentos que nos estamos introduciendo en el cerebro. Pero algo que no me puedo quitar de la cabeza es mi creencia cada vez mayor de que mi depresión es una enfermedad crónica con un fuerte componente genético. Cuando me desperté angustiada hace casi 30 años en Seattle, parecía que mi enfermedad había salido de la nada. En retrospectiva, he podido detectar síntomas que aparecieron a ratos durante toda mi adolescencia: noches llenas de lágrimas, aislamiento social y una breve y malsana fascinación con las cuchillas de afeitar. Me doy cuenta de que dichas experiencias son típicas de muchos adolescentes. Pero resultó ser que algunos de mis familiares cercanos tampoco habían “ido a la iglesia lo suficiente”, para citar a mi madre. Unos años después de mi primer episodio de depresión, a un hermano mayor se le diagnosticó depresión grave, y un puñado de otros parientes siguen siendo miembros activos del Club de Consumidores de Antidepresivos hoy en día.
Por supuesto, hay otras formas de tratar la depresión que no incluyen medicamentos, aunque pienso que nunca me hubiera podido recuperar sin ellos. Con todo, la clave de mi primera remisión fue la psicoterapia que recibí del Dr. Verhulst. Él, que no era admirador de Freud, me dio permiso para dejar de examinar mi pasado buscando el motivo de mi desasosiego y empezar a aprender maneras nuevas y constructivas de aceptarme a mí misma.

Cuando le comenté a Rudorfer, el médico escéptico, que considero mi dosis diaria de Lexapro hoy en día de la misma manera en que lo haría con un medicamento para controlar el colesterol alto, hizo una pausa y luego me dijo que tenía razón. “Los efectos secundarios no determinan la decisión de suspender-comenzar los antidepresivos más de lo que la lista desalentadora de las reacciones adversas debería disuadir a una persona con cáncer de someterse a quimioterapia que podría salvarle la vida”, dijo. “El riesgo de la depresión sin tratamiento es mayor que el riesgo de cualquier reacción adversa causada por los antidepresivos”.

Así que allí estaba mi respuesta, tan clara como era posible. No suspenderé los medicamentos de nuevo, pero ya no lo mantendré en secreto. Revelo mi experiencia, en parte para mermar la vergüenza y compartir mis aprendizajes con los muchos miembros de mi generación que tienen las mismas preocupaciones. A mí y a las muchas personas a quienes han ayudado, los antidepresivos nos permiten experimentar toda la gama de emociones, no una sensación artificial de bienestar sino cada matiz de la experiencia humana, desde el pesar hasta la alegría. En las profundidades de mi enfermedad, estaba demasiado abrumada para sentir nada más que un dolor paralizante. Los antidepresivos me han dado la libertad de conmoverme profundamente con la vida que transcurre a mi alrededor, y eso es un regalo preciado.

Más allá de Prozac

La búsqueda de la nueva generación de tratamientos para la depresión adopta estrategias múltiples para combatir esta enfermedad común y potencialmente mortal.

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La psicoterapia cognitiva, que fue desarrollada por el psicoterapeuta Aaron Beck en los años 1960, enseña a las personas a cambiar sus pensamientos para influir en su estado de ánimo. Los terapeutas ahora creen que la psicoterapia cognitiva, combinada con la atención consciente —observar nuestros pensamientos y sentimientos sin enfrascarnos en ellos— puede ser útil para quienes padecen depresión.

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