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Un contador ayuda a resolver casos de personas desaparecidas

Cuando cuidaba a un ser querido, Carl Koppelman descubrió que la pasión de su vida era resolver los casos más desconcertantes de desaparecidos en Estados Unidos.


spinner image Carl Koppelman en casa frente a los monitores de su computadora
Koppelman en su escritorio en Torrance, California. Con software de diseño y un talento innato, reproduce retratos realistas de restos no identificados.
DAN WINTERS

Prefacio: un río de almas

A decir verdad, la muerte no es el final de la historia. Desde el punto de vista de la biología, solo se trata de otro capítulo. El organismo sigue cambiando, y a veces incluso los seres queridos de una persona no la pueden reconocer. La exposición al aire fresco puede convertir los restos de un ser humano en un esqueleto en cuestión de semanas. Un incendio puede encoger los huesos de una persona. Y un río de corriente rápida causa sus propios estragos a un muerto.

spinner image Grupo de 18 retratos muy realistas de personas halladas muertas no identificadas
RETRATOS HECHOS POR CARL KOPPELMAN

Por eso, en junio del 2016, Elizabeth Nelson enfrentó un problema. Nelson, quien en esa época era investigadora de la oficina del médico forense del condado de Spokane, Washington, se encontraba en la morgue y miraba el cuerpo de un hombre a quien las autoridades habían extraído de un atascamiento en el río Spokane. Parecía haber estado muerto durante al menos dos semanas, y ese período en el agua había alterado de forma radical los contornos de su rostro, labios y ojos. Había sido un hombre alto, calvo y con una barba larga y canosa. No llevaba su billetera y las pistas sobre su identidad eran pocas.

“Incluso si fuera un familiar tuyo, no lo habrías reconocido”, me dijo Nelson.

Nelson considera a cada cuerpo no identificado como un problema tanto práctico como existencial. Sin tener su nombre, ella no podía informar a la familia del hombre sobre su muerte ni devolver sus restos, y a la policía le sería difícil investigar el caso. Pero también tiene que ver con el asunto de la dignidad. Un nombre es lo mínimo que debería acompañar a un muerto cuando lo entierran.

Por eso, la investigadora recurrió a Facebook y envió un mensaje a la única persona que pensaba que podría lograr que el muerto se viera como cuando estaba vivo: Carl Koppelman, un contador de cincuenta y tantos años que en ese entonces vivía en El Segundo, California, en una casa en los suburbios donde cuidaba con cariño a su madre enferma. “Carl, es Elizabeth de la oficina del médico forense de Spokane”, escribió. Dejó ciertas cosas por fuera: como siempre, esperaba un resultado rápido. Como de costumbre, no podía pagar.

“Mándame las fotos”, contestó Koppelman.

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Koppelman no es detective ni antropólogo forense. No trabaja para una agencia gubernamental ni en una universidad. Técnicamente es un aficionado, en gran parte autodidacta; trabaja a solas y sin cobrar, sin más que se lo pidan. Sin embargo, se ha forjado una reputación entre detectives, médicos forenses y compañeros detectives por sus retratos de los muertos. A diferencia de los bosquejos policiales, los retratos de Koppelman tienen ojos emotivos y rasgos vivaces. Lo que sea que la muerte haya causado a las personas que representan, incluso si las redujo a esqueletos, él puede lograr que parezcan vivas. Sus retratos ya habían resuelto casos, y Nelson, quien sabía que sus destrezas son “fenomenales”, esperaba que él pudiera hacer su magia otra vez.

Pero cuando se sentó en su desgastado escritorio de roble y abrió las imágenes en su monitor, Koppelman se dio cuenta rápido de que el rostro de ese hombre ahogado sería uno de los más difíciles en los que había trabajado. Con su habilidad para acallar el miedo y el asco después de sus años en esta vocación, estudió las imágenes de la manera en la que un gran maestro analiza un tablero de ajedrez. ¿Cuáles habían sido las jugadas de la muerte y del río? ¿Cómo podría él contraatacar?

Con un software llamado Corel Photo-Paint, alisó el cutis del hombre, le rellenó la barba y adelgazó sus mejillas y sus labios. El retrato terminado representaba a un hombre con un brillo en los ojos y una sonrisa leve y meditabunda en los labios, con la camiseta color crema que tenía puesta cuando lo encontraron y con un bello cielo de verano al fondo.

Koppelman envió por correo electrónico la imagen a Nelson, quien la publicó en las redes sociales y la envió a los noticieros locales. Casi enseguida, una empleada de un albergue local para personas sin hogar llamó. A ella le pareció que había reconocido a un hombre de su albergue; también se acordaba de su camiseta. Nelson y sus colegas pudieron conseguir el expediente médico del hombre, comparar si coincidía con el cuerpo que se encontró en el río y confirmar la identidad del hombre. El muerto tenía un nombre, Donald Nyden, y tenía 68 años. La oficina del médico forense le avisó a la familia de Nyden en Virginia sobre la noticia; la policía pudo investigar y descubrió que no se había cometido un crimen.

En las comunidades en internet que buscan a los desaparecidos y los muertos, se vitorearon los esfuerzos de Koppelman: “Descansa en paz, Donald. Y Carl, de nuevo, un trabajo increíble”. Pero Carl, un hombre alto y corpulento de actitud reservada y veta de perfeccionista, solo pudo ver en qué se había equivocado. “Él tenía la cara bastante delgada, pero yo lo representé con un rostro un poco más relleno”, recuerda. Koppelman se fijó en todos los matices que le faltaban por dominar y se comprometió a mejorar cuando se tratara de víctimas ahogadas en un futuro.

Y habría futuras víctimas, de todos tipos, porque los muertos sin nombre presentan un río interminable de tragedias para las familias y las autoridades del orden público en este país. Esas víctimas atormentan a Koppelman, quien guarda los detalles inquietantes de cada caso en su prodigiosa memoria: los huesos y la ropa hecha jirones de una víctima de asesinato en Oklahoma en la década de 1980; la inscripción en el reloj de un hombre no identificado en el 2001. Él se ha sumergido en cientos de casos, y con sus destrezas artísticas, aptitud con hojas de cálculo y obsesivas habilidades de investigación, desempeñó un papel directo en ayudar a esclarecer por lo menos 13 casos.

La mayoría de ellos no son como el de Donald Nyden; rechinan por años y es posible que nunca se resuelvan. Sin embargo, Koppelman persevera, porque hay familias que siguen esperando y preguntándose. Según Koppelman, la muerte es una cosa, “pero lidiar con un desaparecido en la familia es totalmente distinto”. Más de una década de trabajo voluntario le enseñó que el tormento de nunca saber qué pasó con un ser querido es una especie de infierno singular.

Cali Doe

En noviembre de 1979, en Caledonia, una comunidad pequeña en el oeste de Nueva York, un granjero y su hijo encontraron una figura sospechosa en su campo de maíz. Al principio, creyeron que podía ser un cazador intruso. Pero cuando llegó el sargento John York, vio que había sucedido algo espantoso.

Una adolescente delgada estaba tendida boca abajo en el campo de maíz. Tenía rizos color castaño, cuyas puntas estaban teñidas de color rubio. Llevaba puesto un pantalón de pana, una camisa escocesa y una cazadora roja de hombre. Le habían disparado en la frente y por la espalda. York formó un equipo para investigar. Hablaron con vecinos, indagaron en paradas de camiones y publicaron un bosquejo de la joven, junto con una fotografía póstuma retocada para eliminar el agujero de la bala que tenía arriba de la ceja. Nadie la reconoció.

Solo un puñado de desconocidos asistieron al servicio conmemorativo de la joven, atraídos por el patetismo y el horror de una joven víctima de asesinato sola en el mundo, sin siquiera un nombre. Con el tiempo, la llegaron a conocer como Caledonia Jane Doe, o Cali Doe, para abreviar. John York y su equipo investigaron más de 10,000 pistas en su amplia investigación: buscaron el origen de la cazadora, consideraron a 64 asesinos en serie como posibles culpables y se comunicaron con miles de agencias del orden público en todo Estados Unidos, Canadá y Europa. Las semanas se volvieron meses; los meses se volvieron años. York, un hombre franco con la mirada abatida y el ceño fruncido, visitaba la tumba de Cali Doe todos los años. Le preguntaba: “¿Qué se nos olvidó? ¿Qué pasamos por alto?”. York a la larga se convirtió en sheriff y recurrió a nuevas tecnologías a medida que aparecían. En el 2005, unos funcionarios obtuvieron una orden judicial para desenterrar el cuerpo de la joven para poder extraer ADN de los huesos y el cabello. El esmalte de los dientes de la adolescente sugirió que ella quizás era del sur o del suroeste. Un experto dijo que el polen en la ropa de la joven podría haber sido de la zona de San Diego. Pero a pesar de que el caso de Cali Doe llegaría a consumir más horas y recursos que ningún otro en la historia de la oficina del sheriff del condado, no hubo adelantos importantes. El caso atormentó a York, quien se comprometió a esclarecerlo.

“Le dispararon a quemarropa justo al lado de la carretera, la arrastraron a un campo de maíz y le dispararon por la espalda”, dice. “¿No crees que esa chica se merece algo de justicia?”.

El cuidador

spinner image Carl Koppleman sentado en una silla mirando hacia atrás
Carl Koppleman
DAN WINTERS

A Carl Koppelman le demoró mucho tiempo encontrar su propósito. Creció en El Segundo, una ciudad playera en el condado de Los Ángeles. Fue el menor de cinco hijos. Con su talento para dibujar rostros, cubrió sus carpetas escolares con garabatos de caricaturas de los maestros.

A medida que creció, empezó a festejar con sus amigos en la playa y se metió en problemas por escalar cercas para andar en patineta por piscinas vacías en patios traseros. Después de graduarse de la escuela secundaria en 1981, permaneció en el hogar de su niñez. Consiguió trabajos en construcción y en una fábrica de metal en lámina para la industria aeroespacial.

Los años de adolescencia de Koppelman estuvieron rodeados de un entorno de medios de comunicación lleno de noticias sobre asesinos en serie. A Koppelman, como a muchos de nosotros, estas historias le parecieron al mismo tiempo repugnantes y fascinantes. Recuerda a siete asesinos en serie que aterrorizaron en la zona donde vivía en California; recuerda sus sobrenombres, sus métodos, y las víctimas. Asimiló los detalles horribles de un caso cercano para él: un adolescente que él conocía muerto a tiros y desmembrado por un hombre conocido como el Trash Bag Killer (el asesino de las bolsas de basura). Koppelman no podía saberlo en ese entonces, pero su obsesión con los crímenes de la vida real impulsaría su camino años más tarde.

Algo más se convertiría en parte de su propósito. Cuando tenía alrededor de 25 años, a instancias de su madre, Koppelman fue a la universidad y estudió contabilidad, porque parecía una profesión estable y bien remunerada. Con el tiempo, descubrió que tenía aptitud para las hojas de cálculo. Compró un libro sobre Excel y empezó a estudiar herramientas sofisticadas para analizar datos. La madre de Koppelman, Shirley Merrill, tenía 40 años cuando él nació. Cuando su hijo menor estaba dominando la adultez, Shirley ya se estaba volviendo una persona mayor.

Shirley, una católica devota, era la brújula moral de Koppelman. Trabajó como enfermera de salud pública, crio a cinco hijos y fue madre de crianza de un niño. Koppelman no asimiló su religiosidad, pero su compasión y su humildad fueron lecciones que se tomó en serio. La madre y el hijo tenían una relación estrecha, tan estrecha que, al no poder costear una vivienda en la zona y preocupado por el bienestar de Shirley, Koppelman decidió permanecer en el hogar de su infancia. Cuando tenía treinta y tantos años, estaba en una relación seria y empezaron a hablar de matrimonio, le dijo a su novia que no lo esperara. Shirley lo necesitaba. A medida que pasaron los años, lo necesitó más. Empezó a tener problemas cardíacos y una enfermedad pulmonar, y a necesitar un andador para caminar.

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Parte de la devoción de Koppelman por su madre provino de saber todo por lo que ella había pasado. Shirley, abandonada por su padre a los 2 años, criada por una madre con problemas de salud mental y otros parientes que intervenían cuando la situación empeoraba, había sido una niña solitaria. Su matrimonio con el padre de Koppelman también había sido solitario y poco gratificante, y había terminado en divorcio. 

“Ella se había sentido tan abandonada en su propia vida, que yo no estaba dispuesto a abandonarla en su vejez”, señala.

Para fines de la década del 2000, Shirley necesitó una silla de ruedas. Koppelman, quien para entonces era un analista financiero sénior en una empresa grande de entretenimiento en Burbank, trabajaba muchas horas y pasaba de dos a tres horas al día desplazándose al trabajo. Descubrió que no podía lidiar con ese horario y seguir estando en su hogar lo suficiente para ayudar a su madre a levantarse de la cama y prepararle las comidas. Así que le dijo a su gerente que no podía seguir trabajando tantas horas. Por eso, lo despidieron. Así fue como Koppelman empezó a cuidar a Shirley las 24 horas del día. Tenía casi 50 años, y ya era uno de los casi 42 millones de personas de este país que cuidan a sus seres queridos mayores. Entonces, al perder su empleo, se unió a los muchos cuidadores cuyo “segundo empleo” no remunerado en el hogar afecta sus carreras. Los cuidadores que trabajan muchas veces se sienten presionados por demandas que compiten; la falta de flexibilidad en el lugar de trabajo puede empeorar la presión. En la actualidad, más de la mitad de los cuidadores familiares deben llegar tarde al trabajo, marcharse temprano o tomar tiempo libre para brindar cuidados. Un 6%, como Koppelman, dejan de trabajar del todo para atender las necesidades de su ser querido. 

Koppelman se zambulló en su nuevo papel. Ayudaba a su madre a levantarse por la mañana y le preparaba avena con fruta. La llevaba en el auto a las citas médicas y a misa cada mañana. Gracias a Koppelman, Shirley nunca tuvo que mudarse a un centro de vida asistida, “lo cual es increíble”, dice su hermana, Annie Ellison. “Él puso en pausa su propia vida”.

Fue una etapa dura. Koppelman me contó que sabía que lo que estaba haciendo era bueno e importante, pero que se sentía un poco deprimido, aislado de los desafíos intelectuales. Fue entonces cuando descubrió que los intereses que había estado cultivando durante su vida —el talento artístico, la fascinación con los crímenes de la vida real, la facilidad con las hojas de cálculo— podrían tener un propósito más amplio.

La chispa se encendió una mañana en el 2009 mientras leía las noticias antes de que su madre se despertara. Los medios de comunicación informaban que Jaycee Dugard, quien tenía 11 años cuando desapareció sin dejar rastro en 1991, había aparecido viva después de pasar 18 años en un cautiverio desgarrador.

“Fue como un milagro”, recordó un cálido día de otoño. “Como alguien que regresa de la muerte”.

Mientras leía sobre Dugard, Koppelman se topó con Websleuths, un foro en línea de conversación sobre crímenes. Ahí leyó sobre casos con finales muy distintos: los cuerpos de hombres y mujeres, niños y niñas, que nunca se identificaron. Resultó que Websleuths formaba parte de una red de aficionados apasionados que investigaban misterios que los profesionales sobrecargados de trabajo no habían podido develar. Estos detectives aficionados, a veces apreciados por los investigadores de casos sin resolver y otras veces vistos con cautela, según sus motivos y sus métodos, mantenían vivos los casos y de vez en cuando se las arreglaban para resolverlos. Koppelman se sintió intrigado.

La necesidad es real. Según el Sistema Nacional de Personas Desaparecidas y No Identificadas (NamUs) del Gobierno federal, el número de personas desaparecidas y no identificadas es como un desastre masivo recurrente. Cada año, se descubren unos 4,400 cuerpos no identificados en EE.UU., de los cuales más o menos mil todavía no se han identificado un año después. Por eso, incluso a medida que los casos se esclarecen por medio del trabajo de autoridades del orden público, médicos forenses, NamUs y otros, surgen nuevos casos. En ese sentido, devolverles su identidad a los muertos es una tarea descomunal. Koppelman puso en práctica sus destrezas con Excel y organizó casos sin resolver distribuidos a lo largo de sitios web como Charley Project, Doe Network y NamUs. Escribió un programa computarizado con el que pudo filtrar según distintos parámetros y creó dos hojas de cálculo maestras: una para todos los casos de desaparecidos que pudo encontrar y la otra para todos los cadáveres sin identificar. Se imaginó que, si mantenía estas listas integrales, actualizadas y fáciles de buscar, tal vez podría encontrar los nombres de algunos muertos. A la larga, esas hojas de cálculo se volverían prodigiosas; por ejemplo, el repositorio de Koppelman de los desaparecidos llegó a ascender a 19,000 personas, con información clasificada de 13 maneras distintas.

En esa época, Koppelman puso en práctica otra de sus habilidades. Se topó con el caso de un hombre no identificado que murió debido a un accidente dentro de un hotel abandonado en Filadelfia hacía unos años. Al comparar la fotografía del hombre después de su muerte con la representación de un retratista, se dio cuenta de que el bosquejo era muy inexacto; la mandíbula del hombre era demasiado cuadrada y la frente demasiado amplia. A Koppelman la imagen le pareció un desafío.

“Me dije a mí mismo que yo podía hacer algo mejor que eso”.

Según los estándares actuales de Koppelman, el resultado de su primer intento fue rudimentario. Pero lo publicó en Websleuths, y un voluntario que trabajaba en casos de personas no identificadas le pidió que hiciera otro. Poco a poco, Koppelman mejoró. ¿El hombre que murió en una cocina comunitaria de Los Ángeles? Se resolvió cuando un familiar vio un anuncio acompañado de la imagen que produjo Koppelman. ¿El joven que se lanzó o se cayó de un edificio en Brooklyn? Se resolvió, le dijeron después, luego de que un amigo de la víctima encontrara un anuncio en Websleuths con el retrato que preparó Koppelman. En total, ha dibujado más de 250 retratos, muchos de ellos modificados durante el transcurso de los años.

spinner image Retrato recreado de Tammy Jo Alexander y una foto del campo donde se encontró su cuerpo
Fila superior, de izquierda a derecha, primer retrato de Koppelman de Cali Doe; su último retrato de ella antes de que el cuerpo fuera identificado, y el póster del FBI de Tammy Jo Alexander. Abajo se ve el lugar en Caledonia, Nueva York, donde encontraron el cuerpo de Alexander.
IMÁGENES CORTESÍA DE CARL KOPPELMAN / (POSTER) FBI

Un día, Koppelman descubrió a la víctima de un asesinato en 1979 conocida como Cali Doe. Todos los voluntarios tienen casos que les llaman la atención, quizás porque la persona sin nombre fue encontrada cerca de su ciudad natal o les recuerda a sí mismos. Para Koppelman, sensibilizado por el vínculo entre madre e hijo, se destacan los casos de niños. “Cuando la víctima es adolescente, hay una madre que anda preguntándose dónde está su hija”, dice. Al ver la angustia de una madre, piensa en una antigua rueda de prensa durante la que la madre de Jaycee Dugard lloraba y les rogaba a los captores de su hija que la liberaran.

Interesado por el misterio de la joven en el campo de maíz, Koppelman estudió la anatomía de su rostro redondo, menudo y delicado, y empezó a dibujar retratos de ella. Intrigado por el análisis de polen que demostraba que ella quizás venía del condado de San Diego, decidió mirar todos los anuarios de esa zona de finales de la década de 1970 en Classmates.com. Él sabía de rostros y se sintió seguro de que si la chica desaparecida había posado para una foto escolar antes de desaparecer, él la reconocería. Koppelman trabajó durante semanas entre 10 y 12 horas al día, con pausas solo para atender a su madre o sus propias necesidades básicas. Examinó cientos de anuarios y estudió miles de imágenes de rostros felices y esperanzados. Fue una labor tediosa. Una vez, al ver una foto de la escuela secundaria de una joven que creyó que se parecía mucho a Cali Doe, buscó a la mujer hasta encontrarla en Ohio, donde trabajaba en una librería.

“Esta es la llamada más extraña que he recibido en todo el día”, le dijo a Koppelman después de que él le explicara incómodo que llamaba para ver si ella estaba viva. 

Él regresó a sus anuarios y a sus retratos de Cali Doe. Ese rostro se había mudado al cerebro de él, y no se marchaba.

La geografía de una profunda tristeza

Una noche, Koppelman y yo fuimos en auto a un Red Lobster cerca de su hogar. Mientras estábamos sentados en una mesa del restaurante, él detalló las cronologías de varios asesinatos brutales al tiempo que yo me preguntaba lo que pensarían los meseros sobre nuestra conversación. Años de investigaciones significan que Koppelman piensa en muerte y descomposición hasta cuando come y socializa. Él ve a los vivos de la misma forma en la que ve a los muertos, pues analiza la anatomía característica de los nuevos rostros que conoce —los contornos de los pómulos y la posición precisa de la columela, el trozo de tejido que separa las narinas—.

“Tú tienes lo que se conoce como una columela colgante”, me dice en un momento, mientras estudia mi rostro desde un costado.

A Koppelman le tomó años afinar su técnica de retratos. Con un software de edición de fotos, empieza con fotos de la autopsia, luego encuentra retratos de modelos de estudio con rasgos similares, ajusta su transparencia y los coloca sobre los rostros de los muertos. Esto le permite restaurar el cutis uniforme y la vivacidad muscular de un rostro vivo mientras mantiene la estructura facial de la persona fallecida. Usa otras técnicas para resaltar y sombrear, creando profundidad y contorno en los pómulos, la punta de la nariz, la pequeña hendidura entre la nariz y la boca de una persona. Hace unos años, tomó un curso en el Centro de Antropología Forense de Texas State University para entender mejor los cambios que la muerte causa en la carne, las maneras en las que se aplanan las mejillas, suben las cejas, desaparecen las arrugas de la sonrisa, y cuelgan los labios y las mejillas. Aprendió cómo leer un cráneo sin carne: cómo descubrir el ancho de la nariz basado en la apertura nasal, cómo determinar la forma de los ojos al estudiar el lugar en el que los ligamentos estaban conectados a las cuencas de los ojos.

A las personas no identificadas las dibuja con la ropa que llevaban cuando las encontraron. Si la persona usaba un anillo peculiar, la muestra tocándose el cabello para incluir la mano en la imagen. Nunca se sabe qué pequeño detalle un ser querido podría reconocer décadas después. Los resultados son imágenes con impacto visual. Las personas en los retratos de Koppelman parecen reales.

“Digo, ese es todo el objetivo”, señala Koppelman. “Intentar que parezcan tan reales como sea posible.

Lograr que la gente los mire y piense que son una buena obra de arte, y luego se concentre en la historia”. Si estas imágenes les parecen interesantes a las personas en vez de alarmantes, podrían compartirlas, con lo que se aumentan las probabilidades de que alguien reconozca a una persona no identificada.

Sus años en esta labor han hecho que Koppelman sepa mucho sobre rostros, y también sobre el duelo. Sabe que amar a un desaparecido conlleva una angustia particular y que saber con seguridad un hecho terrible —por ejemplo, que una hija fue asesinada— puede ser mejor que décadas de no saber lo que sucedió.

“Hay alguien que está sufriendo, y yo tengo la capacidad de posiblemente poner fin a ese sufrimiento, o por lo menos de reducirlo al proceso normal de duelo”, me dijo. Por eso es que dibuja sus retratos y mantiene sus hojas de cálculo, y combina la compasión que le enseñó su madre con su propia obsesión. Encontró algo que hace bien, y es algo que, muy de vez en cuando, puede cambiar por completo la calidad de la vida de las personas.

Investiga los detalles más minúsculos de los casos, porque nunca sabe cuál podría devolver a un ser querido a su hogar. Por ejemplo, hace varios años, una sencilla camisa escocesa lo ayudó a atar los cabos en un caso sin resolver de la década de 1980 en Oklahoma. Un antiguo informe de autopsia de una mujer víctima de asesinato apareció en NamUs, y Koppelman lo comparó con su listado enorme de personas desaparecidas. Encontró el caso de una mujer cuyo nombre era Francine Frost, que desapareció cuando fue al supermercado en 1981, y llevaba puesta la misma ropa con la que encontraron a la víctima de asesinato. Les avisó a las autoridades y publicó su sospecha en Websleuths, donde el nieto de Frost encontró el mensaje de Koppelman cuando investigaba la desaparición de su abuela mucho tiempo atrás. El nieto se comunicó con el médico forense, y pruebas de ADN demostraron que coincidían. La hija de Francine Frost, Vicki Frost Curl, dijo que, aunque parezca extraño, el día que recogió los restos de su madre fue uno de los mejores de su vida. Ella había vivido durante décadas en un purgatorio espantoso: “Nunca lo pasas, nunca lo superas, nunca puedes terminar nada”. Ahora, por fin, ella podía estar de duelo. Podía enterrar a su madre y visitar su tumba. Koppelman sigue casos durante años. “Él simplemente se quedó conmigo”, dice su amiga Cathy Terkanian.

En el 2010, Terkanian, de Gloucester, Massachusetts, descubrió que la hija a quien la habían presionado a dar en adopción como madre adolescente en la década de 1970 había estado desaparecida durante dos décadas. Ella sospechaba que se había cometido un crimen. Se comunicó con Koppelman, y durante casi 10 años, cuenta, “Carl y yo lo investigamos minuciosamente”. Eran un buen equipo; la pasión y la rabia de ella combinada con la mente paciente y analítica de él. Juntos, fueron cuatro veces a Míchigan, donde había estado viviendo la hija de Terkanian, entrevistaron a los amigos de la joven, presionaron a la policía para que investigara más, y examinaron archivos de casos y documentos de tribunales sobre el pasado delincuente del hombre que pensaron que era más probablemente el responsable de la muerte de la joven: su padre adoptivo, Dennis Bowman. En el 2020, los dos detectives aficionados recibieron la noticia de que la policía había confirmado sus sospechas.

Terkanian llamó a Koppelman para avisarle que había escuchado que investigadores estaban buscando en la propiedad de Bowman, donde ella había sospechado por mucho tiempo que él había enterrado a su hija. Los dos amigos pasaron el día llamándose por teléfono. Koppelman estuvo pendiente de las noticias y vio cuando la policía anunciaba que habían descubierto restos óseos. “Por fin lo hicimos. Al fin la encontraron”, le dijo a Terkanian. Pruebas de ADN confirmarían después que los restos pertenecían a la hija de Terkanian.

“Todavía estoy estupefacta, todavía me tambaleo, todavía estoy horrorizada”, dice Terkanian. Pero también siente alivio, por la validación de toda una década de sospechas e investigaciones y por estar más cerca de obtener justicia para su hija. Bowman fue acusado formalmente del asesinato de su hija adoptiva, y en la actualidad espera el juicio en ese caso mientras permanece encarcelado en cadena perpetua por otro asesinato.

Por todo eso, a Koppelman no le pareció poco razonable seguir trabajando en el caso de Cali Doe durante cuatro años. Dibujó su retrato más de 20 veces, mientras intentaba capturar su barbilla puntiaguda, su nariz pequeña, y el estilo y la textura de su cabello color castaño. Pensaba en el sufrimiento de su familia y tenía esperanzas de que alguien la reconocería. Pero Cali Doe permaneció en el anonimato, al mismo tiempo invisible para el mundo y demasiado vívida en la mente de Koppelman.

Tammy Jo

En el 2013, Laurel Nowell, una mujer de Arizona, no sabía qué más hacer. Hacía poco había ido a Facebook para conectarse con sus antiguos amigos. Se preguntaba qué había sido de su vivaz y extrovertida amiga de la escuela secundaria, Tammy Jo Alexander, a quien conoció a fines de la década de 1970 en el condado de Hernando, Florida. Nowell usó sus destrezas de investigación genealógica para buscar a Alexander y le pareció extraño que no pudo encontrar ningún rastro de su amiga, ni viva ni muerta, en ningún lugar del país. Más investigaciones llevaron a Nowell a la media hermana de Alexander, Pamela Dyson, quien dijo que no sabía qué había sido de su hermanita, pues la última vez que la vio fue cuando ambas eran adolescentes. Cuando eran pequeñas, dice Dyson, su hogar era caótico y abusivo, y ambas hermanas se escapaban cuando la situación empeoraba. Dyson se imaginó que Alexander se había escapado una última vez, casado y echado raíces.

Pero Nowell lo dudaba. “Mi naturaleza de detective no podía dejarlo”, cuenta. “Me pareció que algo andaba mal”. Por eso, ella empezó un archivo de caso para su antigua amiga en NamUs, se comunicó con la policía y les pidió que hicieran un informe de persona desaparecida. En California, Koppelman buscaba a diario los casos de personas desaparecidas recién publicados. Un día, vio uno de fines de la década de 1970. Hizo clic para ir a la foto, vio una fotografía de la escuela secundaria de Tammy Jo Alexander y enseguida reconoció el rostro que había estado estudiando durante cuatro años. El corazón empezó a latirle rápido. Conocía la forma de los ojos, la curva de las cejas, la manera en la que uno de los incisivos se volteaba hacia adentro. “Esa es Cali Doe”. Mientras Koppelman estudiaba esa foto de la secundaria, experimentó una mezcla de sentimientos curiosa. Sintió euforia al por fin darle un nombre a Cali Doe. Y se sintió acongojado al comparar la belleza y vitalidad de ese rostro con aquel distorsionado por la muerte. A pesar de los años de intentar evocar a Cali Doe, nunca se imaginó por completo la vivacidad de esa sonrisa. Con su software, Koppelman rápido hizo más transparente la foto escolar de Alexander y la colocó encima de la foto de la autopsia de Cali Doe. Hasta los bordes de morder de los dientes se alineaban de manera perfecta. Publicó la coincidencia en Websleuths, y luego redactó correos electrónicos para la policía en Nueva York y en Florida.

“Creo que son la misma persona”, escribió. Ese dato “puso todo en marcha a partir de ahí”, dice el investigador Brad Schneider de la Oficina del Sheriff del condado de Livingston, Nueva York, quien por entonces era el encargado del caso de Cali Doe. Las autoridades del condado se comunicaron ese mismo día con las autoridades en Florida. El ADN de Pamela Dyson se comparó con el de la joven muerta no identificada. En enero del 2015, se obtuvieron los resultados: Cali Doe era Tammy Jo Alexander, asesinada una semana después de cumplir 16 años. La ciencia confirmó lo que Koppelman había visto en un rostro.

spinner image Dos imágenes: una muestra la lápida de una tumba en el cementerio; y otra muestra a  Carl Koppelman junto a la tumba tras ser identificada la persona fallecida
Izquierda: la tumba de Tammy Jo Alexander en 1979 cuando estaba marcada como la de una "niña no identificada". Derecha: Koppelman asiste a la presentación de la lápida en el 2015.
DAN WINTERS

Meses más tarde se realizó un servicio conmemorativo en la tumba de Alexander en el oeste de Nueva York. Koppelman se aseguró de que su hermana pudiera quedarse con Shirley, y viajó en avión para estar ahí. El sheriff John York, quien hacía poco se había jubilado, dijo que casi se le cae el teléfono al saber que Cali Doe había sido identificada después de 35 años. El veterano agente de la policía subió al estrado y les agradeció a Nowell y a Koppelman por al fin haber esclarecido el caso. Koppelman se conmovió al pensar que Tammy Jo Alexander había nacido menos de un año después que él, que mientras él andaba en patineta y pasaba tiempo con sus amigos en la playa, ella se escapaba una y otra vez, intentando escabullirse de ese hogar que no era un hogar. Él tenía a Shirley, y Alexander no tenía casi nada. Y luego alguien —la policía todavía no sabe quién— le quitó lo poco que ella tenía. Koppelman no es un hombre efusivo; se siente más cómodo hablando de anatomía que de sentimientos. Pero después del servicio, se dirigió a un minimercado para comprar un té frío y por un momento se sintió embargado de emoción frente a los refrescos: lloraba por la corta vida de una joven a quien nunca conoció.

Un regalo terrible

Cuando habla sobre el fin de la vida de su madre en el 2017, Carl Koppelman evita las emociones y detalla las cifras, como si los datos pudieran concretar una pérdida personal indescriptible. Los meses en los que la ayudó a levantarse y acostarse, las noches en las que ella lo llamó cuatro veces para ir al baño, los días que ella sobrevivió después de una caída. “Después de eso ella nunca se levantó de la cama”, dice, con los ojos vidriosos. “Murió 10 días después”.

Koppelman estaba afligido por el duelo, sin dirección, como había estado después de la secundaria, pero sin Shirley para guiarlo. Sin embargo, con el tiempo, empezó a trabajar de nuevo, ayudó a vender la casa de su madre y se mudó a un apartamento cercano. Y siguió con sus investigaciones de noche y los fines de semana. Su nuevo hogar, en el segundo piso de un complejo pequeño en Torrance, tiene pocos objetos, aparte de recuerdos de Shirley: sus fotos de la niñez, una placa de reconocimiento de su iglesia, cuentas del rosario. En una esquina, tiene un escritorio con dos monitores enormes, que lo ayudan a ver todas las hendiduras de un rostro.

En los últimos años, Koppelman se ha metido en el campo creciente de la genealogía genética investigativa, en el cual los científicos civiles que trabajan con las autoridades del orden público usan bases de datos de ADN e investigaciones genealógicas para ayudar a identificar a hombres y mujeres sin nombre al conectarlos con posibles familiares vivos. Para el caso en el que está enfocado para la organización sin fines de lucro DNA Doe Project, anda sumergido en archivos del registro civil de México de la década de 1700, en un intento de ubicar el pasado genético de una embarazada no identificada a quien mataron a puñaladas en 1980 en el condado de Ventura, California. Lo que ahora motiva a Koppelman son los mismos temas que lo llevaron a Cali Doe: los lazos familiares, el derecho a saber dónde está nuestro ser querido, incluso si su corazón ya no late. Hay indicios de que esa Ventura Doe había estado embarazada antes, lo que significa que podría haber dejado un hijo cuando la asesinaron.

“Ella tuvo un bebé que no sabe dónde se encuentra su madre”, dice. Quizás por las experiencias de Koppelman o de su madre, siente a plenitud la desolación de un niño que se queda solo. Dice que, si identifican a Ventura Doe, a ese hijo o hija que ahora se supone que tenga cuarenta y tantos años por fin le pueden decir: “tu madre no te abandonó. La asesinaron”. Y esa declaración funesta podría volverse una suerte de redención, ya que finalmente, a pesar de ser tan espantosa, es la verdad. Podría permitir a un hijo sin madre curar las heridas de la pérdida y despedirse al fin.

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