Redescubrir Cuba: la esperanza, regalo de mi padre
Después de medio siglo, el geógrafo Juan José Valdés vuelve a descubrir el hogar de su niñez.
In English | No existen fotografías de ese día, y probablemente es mejor así. Las fotos hubieran mostrado una triste escena: un niño de siete años caminando solo por la pista del aeropuerto de La Habana, tristemente subiendo las escaleras hacia un avión que lo espera, desapareciéndose por la puerta.
Ese niño era yo, y el año era 1961. Mi madre y padre me estaban enviando, a mí, su único hijo, lejos de la Cuba de Fidel Castro. El avión estaba lleno de niños viajando solos. Algunos estaban emocionados; otros, como yo, llamaban a sus padres, que no los podían oír. No comprendía por qué me estaba sucediendo esto.
¿Te gusta lo que estás leyendo? Recibe contenido similar directo a tu email.
Después de un corto vuelo, me encontré en otra pista, esta vez en Miami. Me dirigieron hasta una terminal donde un funcionario de la aduana selló mi pasaporte "SALIDA VOLUNTARIA INDEFINIDA". Nadie estaba allí para recibirme. Me senté solo en la sala de espera de un lugar muy extraño. No fue sino hasta ese momento que me di cuenta que había perdido mi posesión más preciada: un tren de juguete que había traído conmigo al aeropuerto de La Habana. Volví sobre mis pasos hasta la aduana, pero las puertas estaban cerradas.
Asustado y desanimado, regresé a la sala de espera, donde me encontré con la familia que me cuidaría. Me quedé con ellos por tres largos meses de mucho llanto antes de que mis padres pudieran reunirse conmigo en Estados Unidos.
Solo años después pude aprender por qué me forzaron a comenzar una nueva vida. Fui uno de los más de 14,000 niños cubanos cuyos padres los enviaron a Estados Unidos entre 1960 y 1962 para protegerlos contra el adoctrinamiento de las escuelas gubernamentales. El éxodo masivo, coordinado bajo el auspicio de los servicios de bienestar social prestados por grupos religiosos estadounidenses, se llegaría a conocer como la Operación Pedro Pan.
Cuando llegaron mis padres, comenzamos nuestra vida estadounidense. Tenía tres responsabilidades: estudiar, sacar buenas notas y, en consonancia con aquellos tiempos, integrarme. Todavía amábamos nuestro idioma y cultura, pero los compartíamos solo en casa. Pasaron años. Obtuve un título como geógrafo, conseguí el empleo de mis sueños como cartógrafo en la National Geographic Society, me casé con una chica irlandesa-alemana y formé una familia.
Por muy ocupada que se volviera mi vida, Cuba nunca parecía estar lejos, especialmente cuando visitaba a mis padres. En los días en que el cielo se veía muy azul, mi mamá siempre me recordaba, "Es más azul en Cuba". No había visto el cielo cubano desde 1961, pero lo mantuvo cerca de su corazón hasta el día que murió.
En el 2001, National Geographic me pidió dirigir un grupo de excursión a la isla. Visitamos lugares que había visitado de niño con mis padres. Los mogotes —colinas redondas que surgen del suelo plano del valle— en Viñales eran más pequeños que como los recordaba, mientras que el Caribe se veía tan transparente como siempre. Antes de irme, miré hacia el cielo y le dije a mi mamá: "Tenías razón: el cielo es más azul aquí". Y comencé a llorar, no tanto por lo que se me había olvidado, sino por lo que había recordado.
Aun así, en ese viaje no me aparté del grupo de la excursión. No tuve la fortaleza de conectarme con el pueblo cubano ni con mis familiares, las personas que había dejado a regañadientes. Durante una segunda excursión más de diez años después, fui a ver nuestra antigua casa y hasta toqué la puerta. Pero cuando un señor mayor contestó y me invitó a entrar, me quedé inmóvil. No pude entrar.
En el 2013 tuve otra oportunidad. Esta vez, fue diferente. Hablé con cuantos cubanos pude y bailé con cuantas cubanas me dieran la oportunidad. Bailar es olvidar las penas. Y me armé de valor y conduje de nuevo hacia el hogar de mi niñez.
Ese señor mayor todavía vivía allí, y esta vez, acepté su invitación y entré. Fue como si el tiempo no hubiera pasado. No conocía a este señor, pero había preservado todas las pertenencias de mi familia. Vi la máquina de coser de mi abuela en el pasillo y los cuadros de señoritas españolas de mi tía en la pared del comedor.
Luego esa tarde, me reuní con mis primos Mayda y Miguel, a quienes no había visto en más de 50 años. Hablamos de las travesuras de nuestra niñez y escuchamos un viejo álbum familiar, la banda sonora de Viaje por del mundo en 80 días.
Entonces Miguel me entregó un fantasma de mi pasado: mi querido tren de juguete. En realidad, nunca se había perdido. Mi padre disimuladamente me lo había quitado en el aeropuerto, en 1961. Cuando se fue de Cuba, mi papá le dio el tren a su hermano —el padre de Mayda y Miguel— y le dijo que algún día yo regresaría por él. Antes de morir, mi tío le dio el tren a Miguel y le pidió que me lo guardara. Ahora, lo tenía en mis manos.
No se necesitaron palabras entre Miguel y yo. Mi primo había cumplido los deseos de mi padre, y yo había recuperado un pedazo de mi vida que me faltaba.
El día siguiente, unos amigos me acompañaron hasta el aeropuerto. Esta vez, las fotografías son testigo de mi "salida voluntaria indefinida". Entre ellas hay una foto de un hombre de mediana edad con un tren de juguete en sus manos. Y si miras la foto de cierta forma, también verás el rostro radiante del niño de siete años parado a su lado.
Juan José Valdés, de 61 años, vive en Maryland. Esta historia fue extraída de Journeys Home: Inspiring Stories, Plus Tips & Strategies to Find Your Family History.