Regresó de entre los muertos: el relato de una víctima del ébola
Nancy Writebol arriesgó su vida para trabajar en Liberia. Si Dios quiere, dice, puede que regrese algún día.
In English l Una fresca mañana de octubre, Nancy Writebol se recupera en el hogar de su madre de 82 años, Mary Sillivan, en Fulton, Misuri. “Estar viva es un privilegio”, dice, y sin duda se da cuenta de que sus palabras se quedan cortas. “Le agradezco a Dios por eso”.
La segunda ciudadana estadounidense a quien se le diagnosticó el mortal virus del Ébola —el cual desde marzo del 2014 se ha propagado por todo África Occidental y hasta a Estados Unidos— a Writebol se le puede dar crédito por ponerle un rostro y darle urgencia a una de las mayores y más aterradoras epidemias de nuestros tiempos. Oficialmente, el ébola ha matado a más de 5,000 personas hasta el momento, aunque la mayoría de los expertos cree que el número es mucho mayor.
El relato de Writebol —cómo contrajo y de alguna manera venció al ébola— ilustra varios de los misterios de esta enfermedad. Además, ofrece una perspectiva de las motivaciones de miles de trabajadores humanitarios y misioneros religiosos, quienes como Writebol, toman grandes riesgos para trabajar en países en vías de desarrollo y salvar las vidas de desconocidos.
Writebol, de 59 años, proviene de una familia con un gran evangelismo religioso. Su padre, un bombero voluntario, realizó viajes humanitarios a Haití cuando ella era niña; sus padres acogían a misioneros itinerantes en su hogar. “El ejemplo y los relatos —escuchar lo que Dios hizo en todo el mundo— fueron muy influyentes”, dice Writebol.
El esposo de Writebol, David, quien también tiene 59 años y era su novio cuando estaban en la secundaria, se convirtió en pastor dedicado a los jóvenes después de que la pareja se casó. Poco después, sintió el llamado a servir al prójimo. Por eso, cuando sus dos hijos estaban al final de la adolescencia, la pareja, que por entonces vivía en Charlotte, Carolina del Norte, empezó a explorar sus opciones para la labor misionera. David, un especialista de software, y Nancy, un ama de casa dedicada a sus hijos y luego consejera universitaria, acordaron en 1998 abandonar la seguridad de su hogar para vivir al servicio de los demás y prácticamente como pobres.
“Nos atrajo mucho debido a nuestra fe”, explica Nancy. “La gente no entendió, pero esa vida nos parecía normal”.
La pareja vendió su casa de cuatro habitaciones y todas sus pertenencias excepto la ropa, los álbumes de recortes y las computadoras. Dejaron a su amada mascota Sophie, una pastora escocesa, con la madre de Nancy, antes de irse como voluntarios a Ecuador en el noroeste de Suramérica y a Zambia en el sur de África. En agosto del 2013 decidieron unirse a un grupo cristiano interconfesional fundado hace más de 120 años y conocido como Serving in Mission (SIM). Iban rumbo a Monrovia en Liberia, el cuarto país más pobre del mundo, el cual recientemente ha sido azotado por una guerra civil y violencia sectaria.
Nancy y David vivían en una pequeña cabaña en el complejo residencial de SIM llamado Eternal Love Winning Africa (ELWA), en el cual había un hospital con 50 camas, una escuela cristiana y la primera estación de radio cristiana en África. David trabajó como gerente técnico del hospital y Nancy fue asistente de enfermería. En su tiempo libre, a la pareja le encantaba conocer a los residentes, pasear por la playa cercana y difundir el evangelio en la ciudad destruida por la guerra, la cual carece de infraestructura básica.
Cuando el primer paciente con ébola llegó al hospital ELWA el 11 de junio, seguido pronto por decenas más, a Nancy la encargaron de supervisar a los trabajadores de salud mientras se ponían el equipo de protección personal (EPP) y de rociarlos con una solución de lejía después de que hubieran entrado en contacto con los pacientes.
“Cuando hacía la descontaminación, estaba a cinco pies de distancia”, insiste Nancy, quien no usaba EPP sino una bata plástica desechable, guantes y una máscara quirúrgica. Durante jornadas de 16 horas, también pasó tiempo con los familiares de los pacientes y capacitó a un joven liberiano para que la ayudara con la descontaminación. (Más adelante, él moriría de ébola).
Aunque Nancy dice, “nunca me sentí como que estaba en una situación en la que estuve expuesta”, empezó a sentirse dolorida y con calentura a principios de julio. Asumió que sufría una recaída de la malaria que contrajo meses antes, y empezó una segunda tanda de tratamiento para la enfermedad transmitida por mosquitos.
Ella y David habían planeado festejar el cumpleaños de Nancy el 22 de julio en un restaurante, pero esa tarde ella no tenía ánimos. “David me preparó un tazón de fideos de ramen y me acosté”, recuerda. “No fue el cumpleaños que esperaba”. Como medida de precaución, un médico de ELWA le hizo la prueba del ébola a Nancy.
Al día siguiente, David entró a la habitación con noticias de que el Dr. Kent Brantly, un amigo cercano que trabajó con la pareja en el hospital ELWA, tenía ébola. Luego a David le flaqueó la voz. “Y tú también”, añadió. Él extendió los brazos para abrazarla, pero Nancy alzó las manos para detenerlo.
“No quería que me tocara”, dice. “Sabía lo contagioso que era el ébola. Pensé en lo juntos que habíamos estado, durmiendo en la misma cama. Sabía que esta enfermedad era una sentencia a muerte. Para ese entonces, habíamos tenido 40 pacientes con ébola en el hospital, y solo uno sobrevivió”.
Existen cinco cepas del virus del Ébola; Nancy tenía la cepa de Zaire, la más mortífera. Hasta el momento, ni ella ni sus médicos saben cómo la contrajo. ¿Podría haber consolado a un familiar de un paciente, quien estaba, sin saberlo, contagiado también? ¿Quizá el joven compañero de trabajo que ella había capacitado la expuso al virus? ¿O tal vez los líquidos corporales de un paciente la tocaron mientras ella descontaminaba a un trabajador de salud?
“Todos tenemos lesiones minúsculas en la piel que no sabemos que existen”, dice el Dr. Frank Glover, un especialista en salud pública internacional. “Con este virus, eso es suficiente. Cuando estás rociando un aerosol con fuerza, es posible que te caiga en la piel una gotita del virus”.
Durante las próximas dos semanas, Nancy recibió tratamiento en su cabaña, que se había convertido en una unidad de aislamiento. David la visitaba desde la ventana de su habitación, a medida que los síntomas de su esposa seguían empeorando. “Me puse más y más débil”, dice ella. “Tuve una diarrea espantosa, no podía ponerme de pie y no quería comer ni beber. Hubo muchos días oscuros cuando pensé que no iba a sobrevivir y otros en los que me levantaba pensando ‘¡Estoy viva!’. Gracias al cielo que tenía mi fe”.
Para combatir la deshidratación, los médicos la trataron con líquidos intravenosos, pero Nancy tuvo problemas neurológicos, entre ellos fallos de memoria, debido a la pérdida de electrolitos. Como muchos pacientes con ébola, también empezó a tener hemorragias internas, lo cual fue evidente por los vasos sanguíneos reventados en sus ojos enrojecidos.
“Al poco tiempo, ya Nancy no se podía mover”, recuerda David con un nudo en la voz. “La piel se le volvió demasiado sensible. Una vez le puse mi mano enguantada en la pierna para consolarla, y dijo que sentía como si fueran agujas. Todo le dolía tanto que hasta las sábanas le causaban dolor”.
Ambos sabían que ella se estaba muriendo.
SIM había obtenido pequeñas cantidades de un suero antiviral experimental llamado ZMapp; Brantly fue el primer ser humano que lo recibió. Si se le debería dar también a Nancy fue una decisión salomónica que recayó, a la larga, en su esposo. “Tuvimos en cuenta la dimensión espiritual”, dice. “Incluso si Nancy no hubiera sobrevivido, tendría vida eterna. Creemos en eso”.
Días después, Nancy seguía empeorando. Luego, el 5 de agosto, un avión de diseño especial equipado con una cabina de aislamiento que se usó durante el brote del síndrome respiratorio agudo grave (SARS) llegó a Monrovia. Bajo los auspicios de SIM, ella sería transportada a la unidad de enfermedades infecciosas en el hospital de Emory University en Atlanta. (David, asombrosamente, evitó contraer el ébola y regresó a Estados Unidos por separado en un avión fletado). “No recuerdo mucho de ese vuelo de 15 horas, excepto que tenía mucha sed y se me antojaba mucha agua”, dice Nancy. “Sabía que estaba muy enferma. No estaba segura de que iba a vivir para ver Atlanta, o para volver a ver a mi querido David”.
En Emory, Nancy recibió tratamiento sintomático agresivo, transfusiones sanguíneas, infusiones de electrolitos y una tercera dosis de ZMapp. Los dos hijos de los Writebol viajaron a Atlanta para visitarla, pero solo se les permitió acercarse para hablar por teléfono a través de la ventana de la habitación de Nancy. “Era como visitar a alguien en la cárcel”, comenta Nancy. Todavía no podía salir de la cama, tenía la vista borrosa y sufría de dolor neuropático (de los nervios) en los pies.
Sin embargo, poco a poco en los próximos días, empezó a sentir que vencería el virus. El momento decisivo pareció ser cuando caminó ayudada por una enfermera hasta la ducha y se mantuvo de pie bajo el chorro de agua. “No te puedo decir lo maravilloso que se sintió esa ducha”, dice, riéndose.
Por fin, el 19 de agosto, las pruebas indicaron que Nancy ya no tenía el virus. (Brantly, quien igualmente fue transferido a Emory, también sobrevivió. Tanto él como Nancy han donado sangre, la cual se piensa que contiene anticuerpos contra el ébola, a otros estadounidenses con la enfermedad).
Los expertos no saben exactamente qué salvó a Nancy Writebol —si fue el ZMapp, las transfusiones sanguíneas o simplemente el tratamiento sintomático que recibió en Estados Unidos, algo que los médicos han resaltado que tristemente hace falta en África Occidental—. Pero los Writebol atribuyen su buena suerte a las plegarias de sus muchos seres queridos y sobre todo, a “la gracia de Dios”.
Nancy, quien bajó de una talla 12 a la 8, se quedará en Estados Unidos por lo menos por nueve meses para recuperarse por completo. Todavía lucha con efectos residuales, entre ellos fatiga y pérdida del cabello, y está aprovechando el tiempo para visitar a su familia: primero a su madre, luego a la madre de David, luego a sus hijos y cuatro (que dentro de poco serán cinco) nietos.
Ella y David habían planeado ir en un crucero por el Mediterráneo en agosto para festejar su aniversario de bodas número 40, pero lo aplazaron hasta el año entrante. Mientras tanto, dice David, “Hemos pasado tiempo solos, hablando, reflexionando, manteniéndonos cerca el uno del otro. Fue horroroso cuando ambos estábamos en aislamiento”.
“Sí, estás en un lugar muy solitario cuando no puedes estar con tus seres amados”, dice Nancy. Hace una pausa y agrega, “Pienso que Dios usa cosas como estas para concientizar”. Por eso es que los Writebol dicen que, a pesar de todo por lo que han pasado, todavía no han terminado su labor misionera. Se mantienen abiertos a la posibilidad de regresar a Liberia, aunque saben que Nancy podría contagiarse con una de las otras cepas del ébola.
A quienes pondrían en duda por qué ella y su esposo tomarían de nuevo tales riesgos extraordinarios para ayudar a los demás, ella dice, “Es sencillo. Este no es mi relato. Es el relato de Dios. Nos conmueve que Él nos haya escogido para contarlo”.
Jan Goodwin es una periodista galardonada e investigadora principal en el Schuster Institute for Investigative Journalism de Brandeis University en Waltham, Massachusetts.
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