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Lo que aprendí de la actitud de mi madre hacia la muerte

Los últimos meses colmados de dolor, gratitud y lecciones de vida.

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Lee Woodruff y su madre, Terry McConaughy.
CORTESÍA DE LEE WOODRUFF

Mi madre había estado pensando en el final de su propia vida desde siempre. Se había ocupado del cuidado de sus padres durante sus largas y angustiosas etapas finales, uno con cáncer y el otro con la enfermedad de Parkinson. Haberse ocupado del cuidado con tanto esmero la hizo decidir que no quería acabar como sus padres. Su actitud fue casi combativa en cuanto a “no ser una carga” para sus tres hijas al final de su vida.

Hace diecisiete años, tan solo un mes antes de que mi marido resultara gravemente herido por una bomba al borde de una carretera en Irak, mis padres regresaron a la costa este. La enfermedad de Alzheimer de mi padre avanzaba y ellos querían estar más cerca de sus tres hijas, una de las cuales vivía cerca de Boston. Eligieron un apartamento en la sección independiente de un centro para adultos mayores en Concord, Massachusetts, que podía hacer frente a la progresión de la enfermedad de mi padre. Quedaba a 20 minutos de la menor de las hijas.

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Durante los años siguientes, fueron muy cuidadosos con todas las decisiones y los documentos necesarios, al expresar sus deseos y demás. Al final de su vida, mi madre había eliminado voluntariamente muchas de sus pertenencias, y dejó muy pocas para que las ordenáramos o dividiéramos. Incluso en aquel momento nos estaba cuidando.

Encontramos una lista con sus himnos y canciones favoritos, sus poemas y escritos más preciados que podríamos utilizar en una ceremonia, aunque ella solía decir que la mayoría de sus amigos ya no estaban. “Solo esparce mis cenizas con tu padre”, nos dijo. Ella misma había investigado sobre el crematorio más económico cuando él murió en el 2015, y guardaba toda la información en sus archivos para cuando ella muriera.

El impacto del aislamiento por la COVID-19

Durante el último año, ya había algunos indicios de que comenzaba a decaer. Tenía 89 años y había empezado a comentar que su memoria fluctuaba y que el aislamiento a causa de la COVID-19 y la falta de contacto social la habían debilitado enormemente. Se quejaba de incontinencia y otras indigencias físicas. Tenía miedo de caerse y acabar en un hospital donde perdería la autonomía para tomar decisiones.

A fines de diciembre, ya pasaba gran parte del día en su silla, y por todo el apartamento tenía pequeños papeles con recordatorios que había escrito con su letra pequeña y apretada. Uno que encontré junto a la puerta del dormitorio decía: “¡Levántate; hoy viene Lee!”. Mi madre siempre había sido así; hacía listas constantemente, pero parecía que las notas no eran tanto recordatorios ocasionales, sino que estaban motivadas por el miedo a olvidarse por completo.

¿No vimos las señales de advertencia que deberíamos haber visto? Cuando la visitaba, ella era muy hábil para ocultar cosas. Teníamos conversaciones maravillosas sobre libros, recuerdos, filosofía o historia. ¿Tomaba su medicación? ¿Comía? Había dejado de utilizar la cocina y luego el microondas. Más adelante nos enteraríamos de que prácticamente había dejado de comer, por voluntad propia. ¿Pero era también porque ya no podía ocuparse de la tarea cotidiana de alimentarse? Hacía años que tenía tinnitus y ya no podía disfrutar de la música que le gustaba. Ahora sus queridos libros permanecían casi intactos, ya que la lectura se había convertido en algo difícil. Aun así, esto era muy distinto del lento proceso de perder a un padre a causa de la enfermedad de Alzheimer. Esto parecía rápido y confuso, como si apenas estuviéramos un paso más adelante de su declive.

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A fines del otoño investigamos la posibilidad de que alguien la visitara para verificar que estuviera bien. Lo llamaban “control de bienestar”. Tenía demasiadas aptitudes para la vida como para que el plan de cuidados a largo plazo le permitiera tener auxiliares, y habría rechazado rotundamente la ayuda. La independencia y la privacidad eran esenciales. Pero el estrés de los cuidados, de tener que correr para llevar algo o firmar un cheque, comenzó a afectar a la hija que vivía más cerca. 

Además de los avisos en el refrigerador que indicaban su orden de no resucitarla (DNR), había dejado por escrito instrucciones explícitas de que no quería que sus nietos la vieran si no tenía capacidad cognitiva o si estaba conectada a tubos. “No quiero que me recuerden así”, escribió. Por suerte, muchos de ellos pudieron despedirse, y ella supo ponerse a la altura de las circunstancias con toda la dignidad que la caracterizaba.

Un rápido deterioro

Todo se vino abajo durante las vacaciones. La cuidadosa apariencia que había creado comenzó a desvanecerse. Había alimentos podridos en el refrigerador, y era claro que había perdido la capacidad de preparar una comida. Más adelante, una de sus auxiliares nos dijo que había encontrado ropa sucia por todo el apartamento y debajo de la cama. Sentimos una gran culpa. Aun así, a las tres nos consoló saber que se trata de algo frecuente. Muchos padres hacen lo imposible para ocultar su deterioro y mantener las apariencias ante sus hijos, nos aseguraron. Sobre todo en el caso de una madre, que tiene el instinto de cuidar y proteger hasta el final. Ningún padre quiere sentirse como si fuera el hijo.

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Terry McConaughy en Lake George, Nueva York .
CORTESÍA DE LEE WOODRUFF

Sin embargo, una preparación minuciosa no puede competir con la imprevisibilidad de la muerte. Casi nadie puede elegir el momento de morir. El ingreso a los cuidados terminales estaba previsto para la víspera de Navidad. Hicimos planes y nos dirigimos a Boston, con la esperanza de poder ayudarla a morir en su propia casa, lo único que nos había pedido que hiciéramos posible. Mi madre había vivido con independencia hasta donde le fue posible.

“Estoy lista para partir”, nos dijo repetidas veces. “Ya no quiero seguir viviendo”. Lo que vivía día a día ya no coincidía con su definición de “vivir”.

El final llegó rápido, acelerado por su decisión de abandonar este mundo. A pesar de que era temerosa en muchos aspectos de la vida, nunca sentí que tuviera miedo a morir. Era una mujer de mucha fe, y se apoyaba en ella con firmeza. La consolaba pensar en el final.

Los cuidados terminales fueron increíbles. Nos guiaron personas compasivas y entregadas que nos explicaron con paciencia sobre su respiración y su ritmo cardíaco, y nos describieron la señales que veríamos cuando se acercara el final de su vida. Todos la acompañamos y estuvimos con ella. Vinieron varios nietos a despedirse, un poco impresionados por la rápida evolución de su deterioro, la pérdida de peso y la palidez y sequedad de la piel.

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Hacer frente al final de la vida no es tarea para personas sensibles. Había tantas emociones, el vaivén entre el dolor y el alivio, el agotamiento y la tarea, acompañarla y estar atentos a las señales de dolor o cambios en la frecuencia de su respiración. ¿La audición era realmente lo último que desaparecía? Mientras mi hermana y yo ordenábamos la habitación y revisábamos algunas de sus cosas, recordamos, reímos y lloramos. Pensé en la trayectoria de su vida, en todos esos años bien vividos, en la ardua labor de criar a los hijos y ocuparse de la casa, en los malestares y dolores, en las frustraciones y recompensas de ser la cuidadora de mi padre hasta que el cuerpo no le permitió continuar. Darme cuenta de que ser madre conlleva una constante preocupación por los hijos que no tiene fin, solo un punto medio.

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No estaba preparada cuando algunos de los auxiliares de atención médica cancelaron turnos al descubrir que parte de los cuidados terminales consistiría en administrar medicamentos como morfina. Supuse que eso contradecía sus creencias personales sobre intervenir en el plan de Dios, pero al principio fue desconcertante. Sentí que me juzgaban. No se trataba de su madre. Estábamos cumpliendo los deseos de mi madre, y no podía imaginarme la alternativa, sentarte a ver a alguien que amas sufrir un dolor mental y una ansiedad tan intensos, día tras día, hasta morir. 

También fue interesante ver las decisiones que tomamos las tres sobre el modo en que queríamos acompañarla al final. No hubo el más mínimo reproche. Una de mis hermanas, que estaba con mi madre el día que comenzaron los cuidados terminales, se sintió en paz con esa despedida. No sintió la obligación de estar allí en el último momento. Ella fue la más sorprendida, ya que ambas habíamos acompañado a nuestro padre en el momento de su muerte, agradecidas por poder presenciar ese instante final tan místico cuando alguien toma su último aliento.

Mi otra hermana estuvo conmigo junto a la cama de mi madre durante cuatro días, antes de que me fuera a casa en Nueva York, con la intención de volver. Cuando llegó el momento final de mi madre, la vida nos recordó que no es posible planear la muerte. No llegué a tiempo a verla antes de que muriera. Tenía tantas ganas de tomarle la mano y decirle que la amaba en su último momento. No haberlo logrado me atormentó durante un tiempo. No había conseguido el final que deseaba y me martirizaba con la idea de que no había cumplido con mi deber de hija de acompañarla hasta el final.

Durante toda la semana siguiente, me acompañó la imagen de mi madre en una serie de fotografías secuenciales, como una proyección de diapositivas en mi mente. Allí estaba cuando se graduó, con un traje rosado. Luego la imagen de mis padres lavando un automóvil cuando estaban comprometidos, mi madre con un sobrio traje de baño de dos piezas. Después apareció cuando tuvo su primer bebé en 1960, abrazándome con dicha y amor. Las imágenes seguían sin parar. Me di cuenta de que nunca volvería a oír la voz de mi madre al otro lado de la línea. Había guardado sus mensajes de voz durante los últimos seis meses. Podría escucharlos cuando estuviera lista.

Durante los últimos años, mi madre había empezado a concluir cada llamada telefónica con la frase: “Sé bueno contigo mismo”. Trato de mantener sus palabras en la mente en los momentos en que siento ganas de llamarla. No es posible prepararse para ser un hijo sin madre.

Mi madre tomó muchas decisiones acertadas al prepararse para esta etapa de la vida. Pudo mantener conversaciones francas sobre la muerte.

Estas son algunas de las cosas que hizo mi madre para que el final de la vida fuera más fácil para ella y para su familia:

  • Indicó todo lo que deseaba para el final de su vida en documentos oficiales o por escrito, que incluían instrucciones para no resucitarla (DNR), un testamento e instrucciones sobre lo que quería para la ceremonia conmemorativa. No dejó lugar a dudas.
  • Dividió sus pertenencias —como joyas y muebles— entre nosotras mientras vivía, para que pudiéramos decirle lo que queríamos y ella pudiera disfrutar de sus cosas en nuestra casa.
  • Fue muy clara, tanto en las conversaciones como por escrito, sobre el concepto que tenía de calidad de vida.
  • Había adquirido un seguro de cuidados a largo plazo y nunca dejó de pagarlo.
  • Mis padres eligieron el centro para adultos mayores mientras tenían buena salud y se encontraban en pleno uso de sus facultades mentales. No todos los padres están preparados para abandonar su hogar a una edad prematura, pero hablamos sobre la clase de lugares que eran aceptables desde el punto de vista del establecimiento y la ubicación.

Y esto es lo que aprendí sobre la experiencia de afrontar la muerte con los miembros de la familia:

  • Sé comprensivo con los demás familiares si manejan las cosas de otra forma que tú. No juzgues a quienes no son capaces de estar presentes al final.
  • Marca tus propios límites, y no te sientas culpable cuando te atengas a ellos.
  • Si eres el albacea testamentario o la persona más cercana a los padres, igual puedes delegar tareas, pero alguien debe tomar la iniciativa.
  • Cuando se trate de cuestiones prácticas que necesitarás saber después de un fallecimiento, no dejes de consultar fuentes de información confiables, como la página de AARP sobre el final de la vida.
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