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Por amor a papá

Papá nos enseñó cómo morir con dignidad y con sentido del humor.

Manos sosteniendo foto de un hombre mayor.

Reneé Comet

Tan rápido. Tan difícil. Tan terriblemente inesperado.

Un largo fin de semana en Phoenix para escaparme de la locura de la Investidura Presidencial y pasar un rato con mis padres se convirtió en vigilia de los últimos días de vida de mi papá.

Mientras Barack Obama juraba como presidente, convirtiéndose así en el primer presidente afronorteamericano, yo también hice un juramento: el mío fue cuidar a papá.

Rodeados de camas hospitalarias y pacientes, mi hermano Len y yo enfocamos la mirada en el televisor montado en la pared donde Obama, vestido con traje negro, apoyaba su mano sobre la Biblia. Pero, en realidad, nuestros temerosos corazones se concentraban en nuestro padre —vestido en toga celeste—, que en ese momento se sometía a una biopsia de hígado. Más tarde, mientras lentamente pasaba el nebuloso efecto de su anestesia, nos quedamos sentados al lado de nuestro padre, acariciamos su rostro y rezamos.


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El diagnóstico llegó unos días más tarde: cáncer de páncreas, en su fase IV. Cansado de ser pinchado, escaneado y cortado —dos meses antes de cumplir los 87 años—, nuestro padre, José D. Bencomo, eligió hospice, un programa para enfermos terminales. Nosotros, sus ocho hijos, optamos por ayudar a mamá a cuidarlo en casa.

Cuando llegué el sábado, papá caminaba ayudado por un bastón, y su rodilla inválida daba guerra de nuevo. Tres días más tarde, en el hospital, usaba un andador que acabábamos de comprar. El viernes, papá estaba en silla de ruedas. ¿Cómo podía ese hombre fuerte y vibrante que siempre nos hacía reír, nos enseñaba bien y nos amaba incondicionalmente debilitarse tanto en tan poco tiempo?

Me quedé en Phoenix y me convertí en la prestadora de cuidados principal. Pero en cuestión de días, mis cinco hermanos, dos hermanas, todos los nietos y bisnietos viajaron desde unas cuadras hasta miles de millas para estar con papá.

Tiempo. Cuando uno ve a su padre encarar la muerte, ¿importa, realmente, que el día contenga 24 horas? Día o noche, solamente quería empaparme de su cariñosa calidez, ver su sonrisa chistosa y brindarle todo de mí. Todos nos turnábamos a su lado mientras dormía, sosteníamos su mano, manteníamos las almohadas ordenaditas bajo su cabeza y sus piernas, y colocábamos gotitas de morfina suavemente debajo de su lengua. No dormíamos, comíamos cuando podíamos, respondíamos a infinitas llamadas de la familia extendida y tratábamos de compartir con él lo mejor que podíamos cada minuto que quedaba de la vida de papá.

A diferencia de su fuerza física, la fuerza de voluntad de papá jamás lo abandonó. Y nos mostró lo que es enfrentar la muerte con dignidad —y con sentido del humor. Como aquella vez en que llamó solemnemente a mi hermano Lou. Todos nos mantuvimos casi sin respirar mientras hablaban a puertas cerradas. ¿Estaría haciéndole un último pedido? Sí, lo estaba. Quería asegurarse de que a la mañana siguiente Lou fuera a Denny's a traerle una Grand Slam para el desayuno. O la mañana en que me miró directo a la cara y me dijo que se había pasado toda la noche dando vueltas a una decisión: en sus sueños, había tenido que elegir entre el Egg McMuffin y el sándwich de desayuno Jack-in-the-Box. Ahora, despierto, todavía no estaba seguro de cuál elegir. Por supuesto, le compramos ambos.

A papá siempre le habían gustado los niños, los gatos, y la jardinería. Y nada de eso cambió al final. Días antes de su muerte, y aunque su energía estaba minada por el cáncer, papá permitió que su voluntad tomara el mando. Aunque requería una silla de ruedas, declaró que caminaría por el patio trasero. Incrédulos, lo condujimos afuera en su silla de ruedas. Mi hermano Martín y yo lo pusimos de pie cuidadosamente. "Quiero tocar la pared", dijo. Lenta, muy lentamente, lo acercamos hasta allí y colocó su mano sobre el cerco. Pero no había terminado. Quería sentir la corteza ríspida del enorme roble plateado en el extremo del jardín y caminar por el césped que con tanto esmero había cuidado. Lo hizo. Exhausto, se sentó —y en seguida fue recompensado con un "bicho gordito" por su nieta Lina, que en ese entonces tenía 4 años. Nadie sonrió más que abuelo.

Esos momentos significaban mucho más, explicó Pam, nuestra enfermera de hospice. Digo "nuestra" porque, en verdad, cuidó de todos nosotros. Papá, nos explicó, se estaba despidiendo de las cosas que amaba. Un último roce, un último paso, saborear por última vez un panqueque cubierto con sirope y huevos fritos cortados en pedacitos.

Reímos. Lloramos. Estábamos agotados. Esas tres semanas de prestar cuidado causaron estragos mucho más allá del torbellino emocional que significa perder a un padre. Perdí ocho libras y aún conservo un frasco de jarabe contra la tos con codeína que lleva la fecha de la muerte de mi padre: 10 de febrero de 2009. No había tenido tiempo de ir al médico. Uno de mis hermanos me llevó esa mañana temprano, antes de que supiéramos que papá moriría esa tarde.

Aun así, tuve suerte. Mi tiempo fue para papá. El trabajo no fue el problema que suele ser para la mayoría de quienes atienden a los enfermos. Mi empleador, AARP, apoyó mi decisión de atender a papá, y mis colegas absorbieron mi trabajo mientras me tomaba las licencias por enfermedad y por vacaciones.

Al final, mamá y nosotros ocho –incluida nuestra hermana menor, que vive en Egipto con su marido y su hija Lina– estuvimos a su lado. Un ratito más tarde, al ver la puerta de la habitación de papá abierta, eché un vistazo adentro.

Lina estaba parada en silencio al costado de la cama donde mi padre aún yacía. "Le traje flores a abuelo", dijo, señalando un ramito que había recogido de uno de los canteros de papá.

                        MI PADRE

                       Hijo del sol    

                       Tierno relámpago

                       Miel de roble

                       Fuerte raíz

                       Firmamento de humor

 

                       Te quiero como la risa  

                       que brota sin razón


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