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Por amor a mamá

Cuando mamá se enfermó, mis siete hermanos y yo acudimos a su lado para cuidarla en casa.

Por amor a mamá

Reneé Comet

Dos veces en 10 meses. Primero, murió papá. Luego mamá. Aún no puedo recuperarme; llegar al dolor es demasiado fácil. Hablar del tema es otra historia; en realidad, dos. Mis siete hermanos y yo quedamos huérfanos; pero, primero, nos convertimos en cuidadores.

A fines de enero de 2009, la bomba que había lanzado el oncólogo explotó: Papá tenía un cáncer de páncreas incurable. La quimioterapia era una opción, pero papá escogió cuidados paliativos en su casa. Tres semanas después —dos meses antes de cumplir los 87—, papá había fallecido.


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Luego, en mayo, mamá, que padecía mieloma múltiple, un cáncer de médula ósea, tuvo una mala reacción a la quimioterapia y fue hospitalizada. Una semana después, entró a un centro de rehabilitación y, muy pronto, ingresó en hospice, un programa para enfermos terminales que brinda asistencia a éstos y a sus familias. Al igual que hicimos con papá, todos nos unimos, compartiendo millas de viajero frecuente y efectivo, si se necesitaban, para poder cuidarla en casa.

Esta vez, enfrentando lo que esperábamos que fuera una trayectoria más larga para mamá que lo que había sido para papá, nuestros hermanos que vivían en otro estado y sus cónyuges e hijos mayores asumieron el rol de prestadores de cuidados y fueron turnándose para estar en Phoenix. Luego, todos contribuimos para contratar a alguien que la cuidara durante el día.

A pesar de la ayuda extra, los horarios extenuantes de los trabajos y los cuidados nocturnos nos afectaron. En septiembre me mudé desde Washington, D.C. para vivir con mamá y trabajar a través de internet. En noviembre, llegó la hora de pedir una licencia autorizada por razones médicas familiares para poder cuidarla a tiempo completo.

El cuerpo de mamá se iba desvaneciendo, pero la pasión y la determinación que la habían convertido en una destacada líder comunitaria y activista, y la habían convertido en nuestra madre, permanecían intactas. Su cara se iluminaba cuando nos “ordenaba” lavarnos las manos o recoger nuestras cosas, cuando se reía del humor absurdo que mis cinco hermanos parecían haber heredado de papá, y cuando nos tomaba las manos y sonreía.

Luego, su sonrisa desapareció; la pasión se convirtió en paz, el 7 de diciembre de 2009.

Criar a ocho hijos te fortalece o te desgasta. Mamá y papá se hicieron muy fuertes. Aun en sus ochentas, aun con el mieloma de mamá, mantenían su hogar impecable, sembraban flores, hablaban de política, vivían la vida al máximo y se reían mucho. Supongo que yo esperaba que continuaran así, que, finalmente, se escabulleran, todavía mental y físicamente intactos.

Entonces, la realidad nos golpeó.

Prestar cuidados es difícil, duele, te eleva con la esperanza para luego dejarte caer en un abismo de temor. Te hace buscar fuerza interior en lo más profundo de tu ser, llorar de dolor y de frustración, te consume física y mentalmente, y te deja devolver, del modo más íntimo, el amor que tus padres te dieron.

Fuerza interior. Así la llaman algunas personas. No, no es así. Si uno es prestador de cuidados, esa fuerza se nota por fuera, es desafiante, enfática, frustrada y, a veces, muy, pero muy enojada. Como el día en que las entrañas de mamá parecían retorcerse, lanzándola en una espiral de deshidratación. Las enfermeras no harían nada sin indicaciones del médico, pero ¿dónde estaba? Amenazamos con llamar al 911 o llevarla a la sala de emergencias si no hacían algo pronto. Le administraron un suero intravenoso. El estado de mamá mejoró.

No podíamos ser tímidos, ni sentirnos intimidados. Teníamos que velar por mamá, exigir y seguir exigiendo, por lo que sabíamos era lo correcto. Le dije al personal que iba a pasar las noches con mamá. Por nuestra propia cuenta, llevamos a mamá al oncólogo. Mi hermana menor y yo jugábamos al “policía bueno, policía malo”, pero no era un juego. Nos turnábamos para quejarnos cuando mamá no recibía sus medicinas o sus alimentos, y felicitábamos al personal cuando las cosas iban bien. Pero, cuando después de una semana de solicitarlo, mamá todavía no había visto al médico del equipo, nos la llevamos a casa.

Foto familiar.

Cortesía de Julia Bencomo Lobaco

A medida que mamá se debilitaba, no­so­tros nos fortalecíamos. Aprendi­mos a valorar las fortalezas y el cono­­cimiento que cada hermano aportaba a nuestra nueva realidad. El experto en computadoras buscaba recursos, el sociable hacía llamadas telefónicas, algunos cocinábamos, otros le cepillaban los dientes a mamá; todos encontrábamos un manantial de paciencia.

Aprendimos a confiar en la bondad de los extraños. Nos sentimos bendecidos por tener la enfermera de cuidados paliativos y al trabajador social de papá atendiendo a mamá. Pero al contratar prestadores de cuidados para ayudar cuando estábamos trabajando, teníamos que confiar en que serían buenos con ella, amables en su trato, cariñosos en su actitud. Y aprendimos que la prestadora correcta cuando mamá estaba más fuerte no era la indicada cuando estaba más débil. La primera mantuvo a mamá activa; la segunda la mantuvo cómoda y la hizo sentir segura.

Por la noche, cuando me acostaba a su lado, sostenía esos dedos que habían trabajado tanto, acariciaba esos hombros que alguna vez fueron fuertes y anchos, y me maravillaba por cómo ella se las arregló para criar a ocho hijos. Me preguntaba si siempre supo que estaríamos todos allí, al lado de papá y de ella cuando más nos necesitaran. Apuesto que sí. Su amor, la alegría que brindaron, la angustia total de escuchar su último aliento; cada etapa de la vida que vivimos con ellos permanece con nosotros.

           MI MADRE

           Una gota de agua 

           fuerte, suave

           Sentimientos cristalinos 

           corazón incontenible 

           Amor de mar 

           Fuerza de ternura

  

          Te quiero como la brisa 

          que juega en tu pelo.

MI MADRE

 

 

             

 

Una gota de agua

 

fuerte, suave

 

 

Sentimientos cristalinos

 

corazón incontenible

 

 

Amor de mar

 

Fuerza de ternura

 

 

Te quiero como la brisa

 

que juega en tu pelo