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Arriesgándolo todo por la libertad

El momento histórico que me define y define a una generación.


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Mirta Ojito
Cortesía de Mirta Ojito

Marshall Solomon recuerda que el día en que por fin el gobierno cubano le dio la orden de salir del puerto de Mariel, el mar estaba picado. Ese día de mayo de 1980, las olas de 10 a 12 pies de altura azotaban su embarcación, sobrecargada de pasajeros, que debía transitar mar abierto por 110 millas antes de llegar a tierra firme en Cayo Hueso. Solomon estaba preocupado porque él no hablaba español, sus pasajeros no hablaban inglés, y la mayoría nunca había estado en un barco.

“Fue un viaje infernal”, recuerda.

Poco después de salir, desde el puente de mando, vio a un hombre tirado al suelo en un charco de agua. Con señas, Solomon pidió que lo levantaran. Temía que el hombre se ahogara. Su rostro tenía el tinte verde tan común en los que no están acostumbrados al mar.

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Al ver la preocupación de Solomon, el hombre alzó una mano temblorosa, apuntó hacia el norte y gritó: “No turn back! Go America! Go freedom!” Hacia la libertad, insistió. No hay regreso.

Han pasado 35 años, pero Solomon, que vive en Carolina del Sur, dice que no olvida la experiencia. Ocho cubanos lo contrataron para recoger a 23 parientes en la isla, pero regresó a la Florida con 76 personas a bordo de su barco Jenlyn, de solo 40 pies de eslora. “Quisiera encontrarlos”, dice, “para comunicarme con ellos y saber cómo están”.

¿Por qué? le pregunto. Ha pasado tanto tiempo. Solomon dice que es que el Mariel le recuerda lo mejor de sí mismo y lo mejor de la vida. “Estaban dispuestos a arriesgar todo por la libertad”, recuerda.

Yo también salí de Cuba ese año por el puerto de Mariel. Si su grupo salió como salimos nosotros, se fueron de su país con las manos vacías. En mi caso, incluso dejé el almuerzo servido en la mesa cuando la policía llegó a buscarnos y nos dio 10 minutos para salir de nuestro hogar. Mi madre todavía añora la canastilla de sus hijas que quedó en un armario.

Siempre marielita
Tengo vivos recuerdos de esa travesía, un momento en la historia que marcó un antes y un después no solo en mi vida, sino en la vida de tantos otros. Hace 35 años que vivo en Estados Unidos. Soy ciudadana naturalizada de este país. Aquí me gradué de high school y de la universidad, y lancé mi carrera periodística. Aquí nacieron mis tres hijos —el mayor está a punto de terminar su tercer año de universidad. Aquí he publicado miles de artículos en diarios y revistas, y he escrito y publicado dos libros.

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Sin embargo, cuando me presentan en público —ya sea antes de comenzar una conferencia o en ocasiones cuando mis amigos me presentan a otros— siempre mencionan no solo que soy cubana y que salí de Cuba en un barco, sino también el nombre del puerto desde donde me despedí de la isla: Mariel.

Los que nos fuimos de Cuba por este puerto en 1980 —más de 125,000 personas— no somos solamente refugiados cubanos. Somos, y posiblemente siempre seremos, “marielitos”.

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Entiendo muy bien por qué Solomon quiere rencontrarse con sus pasajeros. Hace más de una década me afané en buscar al capitán del barco que me trajo de Cuba. El barco se llamaba Mañana, pero del capitán no sabía nada, excepto que le faltaba un brazo y usaba una prótesis. Lo encontré en junio del 2002 —como narro en mi libro El Mañana: Memorias de un éxodo cubano. Todavía estaba a bordo del Mañana, en el lago Pontchartrain de Nueva Orleans. Era obvio que Mike Howell, así se llamaba el capitán, estaba tan feliz con el encuentro como yo.

Cuando mi libro fue publicado en el 2005, Mike se sentó a mi lado en una librería en Nueva Orleans y firmó decenas de libros. El Mariel también le pertenecía. En una ocasión le pregunté por qué se había arriesgado a traernos en su barco. “Y si no lo hacía yo, ¿cómo se iban?” me contestó, y agregó que en nuestros rostros había visto la seriedad de los que han tomado una decisión irrevocable.

La noticia de su muerte prematura me sorprendió hace unos años. Sus amigos me contaron que hasta el final de sus días, vivió orgulloso de haber rescatado a un grupo de cubanos de la isla.

Y no es el único. Solomon, que hoy tiene 69 años, recuerda el Mariel como un momento crucial en su vida: “Si una persona puede decir al final de su vida que ha hecho algo bueno con el tiempo que nos toca estar aquí, el Mariel fue ese momento para mí”.

Para mí también fue un momento crucial, el momento que aún me define ante otros y, lo que es más importante, ante mí misma. No solo me fui de mi país, sino que me fui en un gran éxodo, con el ruido de las turbas enfurecidas resonando en mis oídos —“¡Que se vayan! ¡Que se vayan!”— y con el hálito de la esperanza surgiendo leve pero firme en mi pecho. 

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