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‘The Children Act': Ley vs. justicia “divina”

Emma Thompson interpreta a una jueza que enfrenta decisiones difíciles en lo público y lo privado.

DIRECTOR: Richard Eyre

GUION: Ian McEwan (basado en su novela homónima)

ELENCO: Emma Thompson, Stanley Tucci, Fionn Whitehead, Ben Chaplin, Jason Watkins

DURACIÓN: 105 minutos

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En la corte de familia que preside la honorable juez Fiona Maye (Thompson), los padres de unos gemelos siameses quieren impedir que los doctores eliminen a uno para que subsista el otro. La pareja es extremadamente católica y piensa que solo Dios puede quitar la vida, pero de no hacerlo, ambos infantes morirán. Cual sabio rey Salomón, Maye escucha los argumentos de ambas partes y se erige como la madre suprema que ahora, por el contrario, tiene que proteger a sus ciudadanos precisamente de esa religión que nos dejó la leyenda salomónica —y de sus propios padres—. Apegada al Acta Infantil, una ley aprobada en Inglaterra en 1989, Maye dictamina: “Aquí no juzgamos cuestiones morales, sino legales y la prioridad del estado es proteger el bien de los niños” y autoriza a los médicos a que realicen el procedimiento. La opinión pública, que sólo entiende vagamente el asunto y ha visto imágenes de los afligidos progenitores, dictamina que Maye es una “asesina de bebés”. Al centrarse en la historia personal de Maye, The Children Act se convierte en un inteligente alegato que sigue el ritmo de ese forcejeo entre lo público y lo privado, lo racional y lo intuitivo, y entre unos padres que pretenden saber lo que es mejor para sus hijos. 

La pericia de Maye para resolver problemas familiares se evapora en cuanto entra a su propio ámbito de lo privado. Ella no puede dejar atrás la pompa y circunstancia de su investidura y, acostumbrada a tener siempre la última palabra, es incapaz de escuchar las quejas de su marido de 20 años: no entiende que Jack la necesita. Le reprocha que nunca tenga tiempo para él. Le recuerda que hace 11 meses que no hacen el amor y le suplica que traten de reavivar su relación. Maye desecha las quejas de Jack como nimiedades hasta que él le da un ultimátum: si no pasa tiempo con él, se irá ese fin de semana con una colega de la universidad donde da clases de filosofía. “Te amo, pero necesito compañía”, le dice. Maye reacciona con furia y se niega a discutir el asunto. Jack se va. El dolor que siente toma por sorpresa a Maye, quien se vuelca aun más en el trabajo. Al igual que otros personajes del escritor Ian McEwan, Maye esta fuera de contacto con sus motivaciones. Su estatus profesional la enajena de sus propias emociones. La imparcialidad que debe mantener en sus juicios se traduce en una distancia de su circunstancia íntima; es incapaz de juzgar su propia vida con el equilibrio con el que juzga la de los demás.

Con ese estado de ánimo, Maye tiene que atender el caso de Adam, un adolescente que padece leucemia y que se niega a recibir una transfusión de sangre porque su religión, los Testigos de Jehová, se lo prohíbe. A pesar de que está a un par de meses de cumplir 18 años, el joven sigue siendo menor de edad ante la ley. En ese sentido, sus padres podrían obligarlo a que recibiera el tratamiento, pero ellos también están convencidos de que recibir sangre de otro es contra la ley de Dios. El hospital que lo atiende pide al Estado que el muchacho se someta a la ciencia. Maye decide visitar a Adam para tratar de entender su postura antes de dictaminar en el caso. Pretende descubrir si la negativa del joven es propia o inducida por el fanatismo de sus padres. Maye encuentra que Adam es encantador y que se ha ganado el cariño de los que lo atienden en el hospital. El joven tiene una visión romántica de su muerte y la ve como un honorable sacrificio. Maye tiernamente le pregunta si no extrañará las cosas bellas de la vida, como la poesía y la música. Adam queda hechizado con la mujer que le parece un ángel protector.

Sólo Thompson podía interpretar a Maye proyectando la combinación perfecta de rigor intelectual, fibra moral y compasión que requería el personaje. Su sola presencia basta para que intuyamos que detrás de la sencilla trama, se discuten profundas reflexiones éticas y filosóficas. La fuerza en The Children Act se concentra en ella y eso ayuda a disimular sus limitaciones, unas que comparten algunas de las novelas de McEwan, y es que las tramas terminan rebasadas por sus ideas. Muy al estilo de su coetánea Iris Murdoch, McEwan es un maestro para enlazar grandes reflexiones metafísicas con argumentos de anécdota mínima y, en apariencia, convencional. El problema es que sus historias no alcanzan a desarrollarlas plenamente.

Quizás la clave para entender lo que nos quería decir McEwan en su novela, nos la da Jack cuando citando a Flaubert dice a sus alumnos: “Hubo un momento único en la historia, entre Cícero y Marco Aurelio, cuando los dioses habían dejado de existir, y Cristo aún no llegaba, en que los seres humanos estuvieron solos”. The Children Act ilustra la convicción profunda del escritor de que no hay otra justicia que la de los hombres.