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‘Verano 1993’: El bosque petrificado

Una experiencia sensorial del duelo a cargo de la española Carla Simón.


Video: Tráiler de 'Summer 1993'



DIRECTORA:
Carla Simón
GUION: Carla Simón y Valentina Viso
ELENCO: Laia Artigas, Paula Blanco, David Verdaguer, Bruna Cusí, Paula Robles, Fermí Reixach y Paula Robles 
DURACIÓN
: 97 minutos

El sufrimiento extremo enmudece. Es solo hasta que encontramos las palabras para expresarlo que podemos ir escalando para salir del hoyo del trauma. Verano 1993 es una pequeña alegoría del duelo, un proceso que es doblemente complicado para un niño. De entrada, infancia (del latín “infantia”: “in”, negación, y “for”, el verbo hablar) significa “quien no puede hablar” y es el primer impedimento de la protagonista, una niña de seis años que ha quedado huérfana. La ubicación temporal del título es importante no solo por su contexto histórico, sino porque representa una parada intermedia en el trayecto que tiene que realizar la pequeña para desplazarse del dolor a la resignación. Narrativamente, el movimiento de Verano 1993 va de Barcelona a un pueblo de la campiña en Cataluña, un espacio real que sirve para ilustrar un estado sicológico.

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La película arranca durante las festividades de la noche de San Juan en 1993. En una plaza de Barcelona, un grupo de niños juega a las estatuas de marfil (“el que se mueva baila el twist”). Frida esta de espaldas a la cámara, inmóvil; con los brazos en alto. Uno de los que juega se le acerca y le dice: “… y tú, ¿por qué no estas llorando?” Frida baja los brazos como si hubiera sido derrotada. El niño no desperdicia el gesto y le grita: “¡Estás muerta!” (es decir, has perdido). El incidente, al parecer menor, tiene graves resonancias para la niña y establece el tono emocional y el curso de la historia. Temáticamente la siguiente secuencia explica la sorpresa del niño: la madre de Frida acaba de morir, pero el estado de shock que le impide el alivio de las lágrimas es uno que permanecerá hasta la catarsis final.

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spinner image La actriz Laia Artigas, el actor David Verdaguer y actriz Paula Robles durante la premier 'Verano 1993', en Málaga, 2017
La actriz Laia Artigas, el actor David Verdaguer y actriz Paula Robles asistieron a la premier de 'Verano 1993', en Málaga, 2017.
Juan Naharro Gimenez/Getty Images

Además del fallecimiento de su mamá, que significa un destierro de su vida como la conocía, Frida tiene que sufrir un destierro real. “Alguien” ha decidido que se debe ir a vivir con el hermano de su madre al campo. Las explicaciones permanecen tan oscuras para el público como para la niña. Basada en la vida real de la directora y coguionista Carla Simón, vemos todo a través de la mirada confundida de Frida. Los adultos a su alrededor empacan y susurran por los pasillos de su propia casa. Algo se dice sobre la misteriosa enfermedad que padecía su madre. La muerte, que resulta inexplicable para Frida, es también, en ese 1993, un misterio para el mundo. La mujer sucumbió a ese nuevo virus conocido como sida. La forma en que se creía se contraía, traía el tufo de una vida licenciosa. Los padres de la difunta, los severos abuelos de Frida, no parecen agobiados por el dolor, sino por la vergüenza. Aunque Frida preferiría quedarse con ellos, se ha resuelto que se vaya con sus tíos.

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Esteve y Marga viven en una granja al lado de un bosque con su hija de tres años. La cámara sigue siempre a Frida y parece aislarla, aun dentro de los encuadres, del resto de los personajes que se desenvuelven con toda naturalidad; justo con esa normalidad que subraya aún más el dolor propio como algo “fuera de lugar”. Como audiencia, experimentamos con Frida su dislocación. Verano 1993 no nos permite asirnos de ninguna referencia que nos ubique dentro de un género específico del cine: la cinta bien podría ser un documental o irse por el lado de un thriller sicológico. No hay elementos que nos revelen el misterio. El ritmo de la película es tan exasperadamente lento como el shock posterior al trauma, un golpe que postra y enajena. La cotidianeidad es el mensaje que solo subraya el sentimiento de soledad y la incapacidad para externarlo. Nada de esto se nos explica a través del diálogo: la experiencia es solamente sensorial. De hecho, cuando tiene pequeños exabruptos de rabia, los tíos insisten en que les explique lo que le ocurre, pero Frida no lo puede articular ni para ella misma. Siguiendo con ese sutil viaje por el inconsciente, el bosque aparece como el espacio físico y simbólico que la niña tendrá que atravesar para cumplir con el rito iniciático que la llevará a reconciliarse con su realidad. La trama nos lleva por las tres etapas de ese proceso: separación, estado liminal y transformación.

El único problema —y no es menor— con Verano 1993, es que su estilo es demasiado naturalista y no hay ni un atisbo que apunte a su dimensión simbólica. La historia, para apreciarse, no se puede leer en un sentido lineal, sino circular. Verano 1993 se tiene que vivir como una experiencia sensorial del duelo y del lento y tortuoso camino a su resolución con el lenguaje.

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